Aria
Damon estaba frente a mí, esa sonrisa burlona en su rostro mientras jugaba con la copa de vino en su mano. La tensión en la habitación era sofocante. Cada fibra de mi ser estaba en alerta máxima, lista para cualquier cosa que pudiera hacer. Y, sin embargo, no estaba preparada para lo que ocurrió.
Sin previo aviso, Damon dejó la copa sobre la mesa y se acercó a mí con pasos rápidos. Antes de que pudiera reaccionar, sus manos atraparon mi rostro con fuerza y sus labios chocaron contra los míos. Fue un beso brutal, posesivo, carente de cualquier rastro de afecto. Me revolví, intentando empujarlo, pero él era más fuerte. Sentí una mezcla de furia y asco arder en mi pecho.
Cuando logré zafarme, mi mano voló instintivamente hacia su rostro. Mis uñas se hundieron en su piel con fuerza, dejando un rastro de sangre en su mejilla. Damon retrocedió un paso, tocándose la cara. Por un instante, vi sorpresa en sus ojos, pero pronto fue reemplazada por una furia contenida.
—No vuelvas a hacer eso —gruñó.
Le sostuve la mirada, ignorando el miedo que amenazaba con consumirme.
—Puedes forzarme a lo que quieras, Damon, pero nunca seré tuya —escupí, mi voz firme—. Eso es algo que solo tendrá Alexandro.
Sus ojos se entrecerraron peligrosamente. La tensión en su mandíbula era evidente, como si estuviera a punto de explotar.
—¿Alexandro? —repitió, su tono venenoso—. ¿Crees que él te salvará? ¿Que algún día saldrás de aquí y volverás corriendo a sus brazos?
Damon dio un paso hacia mí, sus ojos perforándome con una intensidad que me hizo contener el aliento.
—Déjame contarte algo, Aria. Algo que parece que tú has olvidado.
Antes de que pudiera responder, Damon comenzó a hablar, su voz baja pero cargada de resentimiento.
—Cuando éramos niños, tú y yo pasábamos horas juntos. Éramos inseparables, ¿recuerdas? Jugábamos en los jardines, corríamos por los pasillos... Yo siempre estaba allí para ti, protegiéndote.
Sus palabras comenzaron a remover algo en mi memoria. Fragmentos de imágenes borrosas aparecieron en mi mente: un niño con ojos extraños, una risa infantil, promesas hechas bajo el sol de verano.
—No solo éramos amigos, Aria. Éramos más que eso. Tú me lo prometiste.
—¿Prometí qué? —pregunté, aunque ya tenía una idea de lo que iba a decir.
—Que te casarías conmigo —dijo, su voz cargada de emoción.
Me quedé paralizada. Mis recuerdos eran confusos, pero vagamente recordaba una conversación así. Éramos niños. No sabíamos lo que decíamos.
—Damon, eso fue hace años —dije, tratando de sonar razonable—. Éramos niños. Eso no significaba nada.
Sus ojos brillaron con rabia ante mis palabras.
—Para mí sí significaba algo —espetó, dando un paso más cerca—. Yo he esperado, Aria. He esperado todos estos años. Tú eras mía desde el principio, y lo sabías.
—No, Damon —respondí, mi voz temblando un poco, pero sin ceder—. Yo nunca fui tuya. Y nunca lo seré.
Antes de que pudiera reaccionar, su mano se levantó y me golpeó con fuerza en la mejilla. El impacto me hizo tambalearme hacia atrás. Un sabor metálico inundó mi boca, pero me obligué a no llorar.
—Eso es por haberme arañado —gruñó, limpiando la sangre de su rostro.
Me levanté con dificultad, sosteniéndome de una de las sillas cercanas. Aunque el dolor era insoportable, lo miré con desafío.

ESTÁS LEYENDO
El rostro del enemigo
RomanceAria ha vivido toda su vida atrapada en una espiral de tristeza, un peso que ha aprendido a cargar en silencio. Ha construido su imperio desde cero, enfrentando cada desafío sola, sin un alma que la apoye. Sin embargo, su mundo se sacude cuando se e...