Capitulo 30

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Alexandro

El frío de la madrugada me calaba hasta los huesos, pero no era eso lo que me hacía temblar. Era la furia. Una furia que me consumía desde dentro, que se enroscaba en mi pecho como una serpiente lista para estrangularme. Aria se había ido con él. Con Damon.

—Tigresa, ¿cómo pudiste hacerme esto? —murmuré, mi voz apenas audible.

Mis manos estaban crispadas alrededor del arma, todavía apuntando hacia donde el coche negro había desaparecido. La escena se repetía una y otra vez en mi cabeza: su mirada decidida, sus labios diciendo esas palabras de despedida. Adiós, Alexandro. Esa maldita palabra que sonaba como un tiro directo al corazón.

No podía creerlo. No quería creerlo. Pero ahí estaba la verdad, aplastándome como un yunque: Aria había escogido a Damon.

Guardé la pistola en mi abrigo con un movimiento brusco. La idea de seguirlos, de arrancarla de sus manos, pasó fugazmente por mi mente. Pero sabía que no sería tan fácil. Damon no era cualquier enemigo. Era un hombre al que debía haber matado hace años, cuando aún tenía la oportunidad.

Caminé hacia la acera, encendiendo un cigarro con manos temblorosas. El humo llenó mis pulmones, pero no me calmó. No podía calmarme. Mi tigresa estaba en peligro, y esta vez... tal vez no podría salvarla.

—Maldita sea, Aria —gruñí, tirando el cigarro al suelo y aplastándolo con la bota.

Ella no sabía lo que Damon era capaz de hacer. No sabía de su crueldad, de las vidas que había destrozado sin pestañear. Ese hombre no era un salvador, no era un protector. Era una sombra, una tormenta que arrasaba con todo a su paso.

Y ahora la tenía a ella.

De regreso en mi apartamento, me dejé caer en el sofá, hundiendo la cabeza entre las manos. Todo esto se estaba saliendo de control. Damon no solo quería a Aria por su conexión con la Bratva. Había algo más, algo que él había estado esperando todos estos años.

Saqué mi teléfono y marqué un número que llevaba meses evitando.

—¿Qué quieres, Alexandro? —la voz de Ethan sonó al otro lado, fría y cortante.

—Tu hermana. Está con Damon.

Hubo un silencio prolongado, uno que solo fue roto por la respiración pesada de Ethan.

—Maldita sea —masculló finalmente—. ¿Cómo dejaste que esto pasara?

—¿Yo? —espeté, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con mi frustración—. Tu hermana tomó su decisión. Se fue con él, Ethan. Yo intenté detenerla, pero no puedo obligarla.

—No entiendes nada —dijo Ethan, su tono lleno de una furia contenida—. Si Damon la tiene, no es solo por venganza. Hay algo que ella no sabe... algo que tú tampoco sabes.

Fruncí el ceño, apretando con más fuerza el teléfono.

—Entonces, dímelo.

—No puedo. No todavía. Pero escucha bien, Alexandro: no dejes que Damon se la lleve a Italia. Si lo hace, será su fin.

Italia. Claro. Todo esto siempre regresaba al maldito lugar donde comenzó todo.

—¿Qué estás escondiendo, Ethan? —pregunté, mi paciencia desvaneciéndose rápidamente.

—No lo entenderías —respondió, y luego colgó antes de que pudiera exigir más respuestas.

Solté un gruñido de frustración y arrojé el teléfono contra la mesa. No lo entenderías. ¿Qué demonios significaba eso? ¿Cuántos secretos más quedaban por salir a la luz?

El rostro del enemigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora