Joan estaba tremendamente aburrida.
Caminaba a lado de Alex, quien avanzaba empujando el carrito de compras. Delante del carrito caminaba Luis, arrojando la ropa que creía adecuada para la asesina dentro de él.
Después del cambio de imagen, Joan había sugerido esperar a que cayera la noche y entonces asaltar el centro comercial sin tener que soportar a todas esas personas y sin tener que pagar por lo que ni siquiera quería, pero Luis había insistido en que no era necesario, y que él pagaría todo. Era obvio que a Luis le emocionaba llevarla de compras y Joan lo había analizado por dos minutos: su hermana, a él le emocionaba porque seguro le recordaba a su hermana. Así que Forley no hizo más que ceder ante Luis, otorgándole un pequeño rayo de felicidad.
De vez en cuando Luis revolvía toda la ropa del carrito y, haciendo un gesto de asco, sacaba una prenda para reemplazarla por otra. Alex miraba atento como si no hubiese algo que prefiriera hacer y Joan resoplaba cada vez que Luis agregaba algo al ya de por sí atestado carrito.
Tres largas, infinitas, interminables y tortuosas horas después, ya eran dos carritos llenos de ropa, zapatos, abrigos y botas. Joan estaba sentada en una banca metálica de color verde con vista a todo el centro comercial, alegremente encorvada, con la mejilla izquierda recargada en su puño y mirando con desgano a todas las personas que pasaban por ahí.
Alex y Luis discutían a su lado sobre la posibilidad de comprar unos cuantos vestidos sólo por si acaso.
—No sabemos cuándo necesitará vestir elegante —argumentaba Luis sosteniendo un vestido rojo en su mano derecha.
—Sueñas si crees que aceptará usar uno —le reclamaba Alex, molesto.
A Joan le tenía sin cuidado, odiaba los vestidos y odiaba un poco más los tacones, pero con tal de salir de ahí, incluso podría comprar un bikini y usarlo por toda la ciudad mientras bailaba como loca.
Resoplando, se enfocó de nuevo en la gente. Observó a una abuelita de cabellos teñidos de púrpura arrastrando a un bebé llorón que se restregaba los ojos con una manita regordeta, una pareja de enamorados comiéndose a besos a un lado de una boutique, una madre y su hija ataviadas de bolsas de compras... un sujeto con tatuajes en los hombros.
Se irguió lentamente y apretó los puños, ¡era uno de ellos! y se atrevía a lucir esos tatuajes como si fuera digno de una medalla. Se levantó entornando los ojos y cuadrando su espalda, mirándose intimidante.
Alex lo notó de inmediato y antes de que ella pudiese dar un sólo paso, él estaba plantado frente a ella.
—Detente —le ordenó él.
Ella lo miró con reproche.
—Es uno de ellos —le reclamó ella con voz ronca.
—Aquí no. Ahora no.
—Alex...
—No, Jett —la cortó él.
Ella gruñó por lo bajo aún mirando al sujeto, quien se había detenido desinteresadamente para admirar las estanterías de una tienda de vinos. Por más que detestara admitirlo, Alex tenía razón: había muchas personas allí, sus impulsos lo arruinarían todo. Un par de ancianos los miraban ya con curiosidad.
Los puños de ella comenzaban a tornarse blancos de rabia mientras se mordía la lengua con fuerza.
—Jett, por favor. Tranquila —le repitió él.
—No puedo dejarlo ir así como así —dijo ella con voz cortada. Tenía un nudo en la garganta.
—Lo sé, lo atraparemos después —le dijo él tomándola por los hombros—. Te lo prometo.