Corazón de Plata

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—Forley —escuchó la voz en un susurro muy delgado.

Quiso abrir los ojos pero la oscuridad fue más grande y la engulló por completo. Imágenes aterradoras pasaban por su cabeza como un álbum de fotografías que estuviese guardado en el armario, lleno de polvo y casi olvidado, pequeños recuerdos de su niñez florecían desde la oscuridad más fría que le había provocado el dolor.

Pensó que, irónicamente, el método del recuerdo que Soto le había propinado era efectivo. Detalles que ni siquiera había percibido en ese entonces eran muy claros ahora. Como el aroma de las galletas recién horneadas en su casa, la blanca sonrisa de su madre antes de dormir, los expresivos ojos de su padre que solían ser siempre retadores. La sensación de la corteza del árbol cuando brincó hacia él aquella noche, el brillo de los ojos de Alex cuando se encontraron por primera vez, la voz fría de él con la que la trataba al principio, su risa al correr por el bosque...

Pero nada encajaba con lo que Soto le pedía. Un código.

—Forley —escuchó de nuevo.

Esta vez, abrió los ojos. Encontró a Molly acuclillada a su lado, con su mano izquierda acariciándole el sudoroso cabello.

—Escucha. Te sacaremos pronto, resiste. Te necesitamos aquí.

Joan no captó todas las palabras, pero sí el mensaje.

—Alex —susurró ella con la mejilla pegada al suelo.

—Tuvo que irse, pero volverá. Todos te sacaremos de aquí.

¿Todos? ¿Qué pasaba ahí?

—Vendrán por ti en unos minutos. Permanece viva, ¿quieres?

Joan escuchaba a Molly como si estuviese bajo el agua, distorsionada y sólo lo esencial.

—Recuerdo que hace tiempo quisiste morir, Forley. Pero no te rindas hoy, él tiene que pagar.

Lo que siguió a eso fue como una secuencia borrosa de imágenes que se pausaban y entrecortaban entre sí. Joan sintió como la tomaban por los brazos y la levantaban. Vio las escaleras y luego los pasillos que los dirigían en silencio de nuevo al salón. Ni siquiera habían entrado y Joan ya temblaba de pies a cabeza, intentando en todo lo posible que nadie lo notara.

Las puertas se abrieron con lo que para ella fue un estruendo en medio del silencio del lugar. Dentro había exactamente lo mismo que el día anterior: una camilla, lámparas amarillas y cinco idiotas. La llevaron hasta la camilla, la recostaron boca abajo en ella y la encadenaron. Ella no rechistó ¿Qué casó tenía? la someterían de inmediato y perdería la energía que necesitaba para enfocarse en seguir respirando.

—Bienvenida, pequeña —la saludó Soto.

Joan no dijo nada, se limitó a mantenerse lo más calmada posible.

—Bueno, parece que hoy no está muy habladora. Iván, ¿por qué no la reanimas?

Ella vio como el interpelado sacaba un inyector automático de un botiquín.

— ¿Qué es eso? —preguntó ella con voz débil.

—Epinefrina —explicó Soto—. Conocida vagamente como adrenalina inyectable.

Iván retiró una tapa gris de un extremo del inyector y se acercó a la asesina, clavó la punta energéticamente en la parte exterior de su muslo derecho y un momento después lo retiró. Joan siseó levemente, a comparación de las horribles punzadas que sentía en toda su espalda ese pequeño pinchazo no había sido nada más que una ligera molestia.

Iván finalizó masajeando levemente la zona y, ante el contacto, Joan se retorció, incómoda. Luego sintió el cambio en su cuerpo, de pronto su ritmo cardiaco aceleró, su respiración se volvió frenética y tuvo un enorme ataque de ansiedad que provocó que se removiera en la camilla, haciendo sonar las cadenas y gritando un poco.

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