Una semana después...
Abrió los ojos lentamente y, con la tenue luz de la lámpara que se encontraba en la entrada de su celda, vio sus manos enguantadas en la misma posición. Respiró lo más hondo que pudo, aguantando el dolor en las costillas, luego exhaló y vio su aliento congelarse frente a ella. Movió un poco su cabeza para revisar su celda, para verificar si algo había cambiado, pero todo seguía igual.
Estaba encadenada a un tubo que salía del techo y se enterraba en el suelo, al fondo de su pequeño espacio de encierro. Las paredes, el piso y el techo eran de piedra color negro que estaba siempre húmeda, lo cual causaba que se congelara por las noches y se horneara durante el día. No quería sentarse, si lo hacía se quedaría dormida mucho tiempo y entonces sería más vulnerable que al tomar una ligera siesta. Así que había pasado los últimos seis días de pie o arrodillada con el hombro recargado en el tubo.
Empezaba a creer que haber insistido en que Alex la llevara no había sido una muy buena idea. A pesar de que él se había ofrecido, unos minutos después se había negado rotundamente a hacerlo.
—No te haré eso —había replicado él.
Ella le había dado un interminable discurso explicando por qué debía hacerlo.
Después de una calurosa discusión, él accedió a regañadientes. Joan se había puesto unos jeans color claro, una camiseta negra y una chaqueta de cuero negra, sus botas viejas y los guantes con placas de hierro. No se puso la peluca ni tampoco los lentes de contacto color azul. Sería ella por completo.
Al llegar al lugar, se habían despedido, y aún llegados a ese punto Alex le había pedido que no lo hiciera. Pero ella estaba decidida, nada haría que cambiase de opinión. Luego de que él la volviera a besar, armaron una muy convincente escena en la que fingían que Alex la había secuestrado. Joan aprovechó para golpear a todos los guardias que se atravesaron en su camino, cobrando por anticipado lo que pudiesen hacerle dentro del edificio. La encadenaron y la llevaron escaleras abajo, alejándola de él. Y esa fue la última vez que había visto a Alex.
Y ahora se encontraba allí, sola, a punto de enfermar, desorientada y maltrecha. Por no hablar de los cardenales color púrpura que se extendían por su espalda y sus costados, allí donde los seguidores de Soto la habían golpeado para que ella confesara. Pero ella no hubiera hablado ni aunque hubiese sabido qué era lo que le pedían. Parecía que siempre hablaban en clave.
Rindiéndose ante la falta de sueño, el hambre que hacía crujir su estómago y el frío adormecedor, cerró los ojos. No le haría daño otra siesta, una pequeña y breve.
Se quedó dormida mientras su cuerpo aún temblaba de frío.