Todo pasó demasiado rápido.
Fue un rayo extinto y una gota evaporada por el sol.
Tanto y tan poco.
Alex sujetaba con firmeza la mano derecha de Joan, quien miraba por la ventanilla a su lado con expresión perdida, mientras una lágrima se le derramaba por la mejilla.
El conductor ya se estaba estacionando fuera de la base, entre los matorrales. Alex miró cómo bajaban los cadáveres de sus compañeros y enemigos de otra camioneta y vio a Isa aferrada a la inmóvil mano de Molly, cuyo cuerpo lo cargaba uno de los tantos trabajadores que habían salido a ayudar.
Cuando la camioneta se hubo estacionado, Joan abrió la puerta y bajó de un saltito, seguida por Alex. Incluso antes de entrar a la base, una pequeña tropa de médicos se acercó para curarles las heridas.
—No —dijo ella, quitándose a una enfermera.
—Señorita, sus heridas lucen graves —repuso la enfermera.
—No lo son —espetó ella—. Curen a los demás.
—Pero...
—Puedo esperar.
La enfermera asintió y, luego de que Alex rechazara también sus atenciones, se retiró para buscar a alguien a quien curar.
—¿Estás bien? —preguntó Alex.
Joan estaba a punto de responder. Quería decirle que nada estaba bien y que, además, era una estúpida. Pero Patricia apareció de repente con dos dedos sobre el puente de la nariz, estresada.
—Joan —dijo—, a mi oficina.
La asesina asintió y, después de despedirse de Alex con una mirada, fue directo a la oficina y cerró las cortinas. Se dejó caer en uno de los sofás, ignorando el dolor en su hombro y en su espalda, recargó los codos sobre las rodillas y se cubrió la cara con ambas manos, avergonzada.
Era su culpa. ¡Lo había tenido en la mira!
Sus pensamientos se desvanecieron cuando escuchó el timbrar del teléfono de Patricia. Joan miró la puerta, esperando ver a Paty entrar corriendo para atender la llamada, pero no sucedió. El teléfono dejó de sonar.
Joan regresó a su mente, diciéndose una y otra vez que tenía que hacer algo. Soto tenía a su familia, todos sus amigos estaban heridos y ella simplemente no sabía de dónde podría sacar fuerzas para seguir peleando. Se sentía morir.
El teléfono volvió a timbrar y de nuevo captó toda la atención de Joan, quien miró otra vez hacia la puerta esperando ver a Patricia entrar corriendo, pero no sucedió.
El teléfono dejó de sonar y, tan pronto como el ruido cesó, regresó. Joan no pudo resistirlo más, así que se levantó del sofá y se apresuró hasta el aparato, descolgó el auricular y lo puso en su oído.
—Patricia —saludó la voz al otro lado del teléfono.
Joan se quedó helada de pies a cabeza. Era Soto.
—Tu intento fue bastante... decente —dijo—. Pero, sinceramente, un montón de criminales no es suficiente.
Hubo una pequeña pausa. Joan mantuvo el aliento.
—Sé que tú sí tienes lo que quiero. Hagamos un trato, te doy a cinco inocentes y tú me das ese maldito pedazo de metal. Te espero en la fuente principal en el centro de la ciudad, dos de la tarde. Hoy.
Joan estrujó el cable del teléfono, ansiosa.
—Espero que llegues. ¿A cuántos más de tus Forley quieres perder?
Y colgó.
Joan se quedó mirando el teléfono con incredulidad. No tenía tiempo para averiguar cómo es que Soto había contactado así a Patricia o la conexión que ella parecía tener con su familia.
Debía apresurarse para salvar a aquellos cinco.
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—De acuerdo, Joan, quiero que... —comenzó a decir Patricia, pero se quedó muda al ver su oficina vacía.
Suspiró y caminó hacia su escritorio para dejar allí las carpetas que llevaba en sus brazos. Notó enseguida que el teléfono estaba descolgado y que en el auricular había un post-it con algo escrito.
Reconoció la caligrafía de Joan:
«¿Más secretos? Dos de la tarde. Usa mi rastreador».
Patricia salió como bólido de su oficina y llamó a unos cuantos empleados que pudiesen ayudarle.