Vive

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—Forley.

Ella gruñó por lo bajo.

—Forley.

Su compañera de celda dio un resoplido de irritación digno de recordarse.

—Forley, tienes una visita.

Joan se quitó la almohada de la cara para mirar a la guardia que a su vez la miraba con impaciencia.

—Dígale hola de mi parte. —y de nuevo se cubrió la cara con la almohada.

—Forley, tienes que ir, son reglas.

—Sí, Forley —repitió Cris, su siempre malhumorada compañera de celda, quien había defendido a capa y espada su derecho de antigüedad para usar la litera de arriba—, son las reglas. Ahora lárgate.

Joan rodó los ojos, de verdad no quería levantarse. De hecho, hubiese preferido estar dormida en ese momento, todo ese día... todos los días desde que la encerraron ahí.

Jamás creyó que pudiese extrañar a sus antiguos guardias en el Reformatorio B o todo el Reformatorio B. Pero así era.

—Forley —reprochó una vez más la guardia.

Cris comenzó a tamborilear con sus uñas sobre la parte metálica de su cama, anunciándole a Joan que, si no se largaba de una vez, probablemente se la pasaría haciendo ruiditos toda la noche con la única intención de no dejarla dormir.

Cómo extrañaba tener una celda para sí misma. 

Resignada, Joan se sentó en la cama y se calzó los tenis blancos en los pies. Sus tobillos habían permanecido encadenados desde que, dos semanas atrás, se involucró en un altercado con otra prisionera y la dejaron castigada, sin recibir visitas y con una enorme irritación en la piel bajo los grilletes. En cuanto salió de la celda, la guardia le colocó un par de esposas en las manos y una cadena que iba de manos a pies, que unían ambas esposas y tintineaban a cada movimiento suyo.

Todas las demás reclusas estaban encerradas en sus respectivas celdas. Algunas leían, otras jugaban cartas, charlaban, dormían o pasaban el tiempo mirando las grietas en la pared. Ninguna le dirigió más que una mirada tensa y un mohín. Pensó que era natural, ¿no? Ellas eran criminales distintas a las que había en el Reformatorio B. Ellas no tenían esperanzas de salir totalmente rehabilitadas, no habían hecho cosas simples como robar o asesinar accidentalmente... Ellas eran como ella. Y no sabía si sentirse más cómoda o más alerta. Así que hacía ambas cosas a diario: mostrarse cómoda, pero mantener siempre un ojo abierto.

En cuanto salieron del área uno, Joan sintió ese cosquilleo en el pecho que le recordaba que Soto estaba en ese mismo reclusorio, vagando por las zonas de los hombres, esperando a cumplir su sentencia y salir libre. Estaba esperando lo que para ella era un sueño: libertad.

Qué agonía.

—Es muy guapo —dijo la oficial, quien la llevaba sujeta del brazo izquierdo.

—¿Quién? —preguntó Joan, confundida.

—Tu visita.

Una chispa brilló en los ojos de la asesina. ¿Su visita era Alex? Sonrió a escondidas.

Llegaron al área de visitas y cruzó la puerta hacia las mesas. Entonces lo vio: vestido con un traje negro que combinaba con las ojeras debajo de sus ojos.

Joan no sabía que Alex había vagado por la ciudad toda la noche anterior, después de hablar con Patricia, soñando despierto sobre la inclusión de Joan en ECPOJ. Ella le sonrió de oreja a oreja. Sintió a sus músculos rogarle por correr a abrazarlo, pero el contacto físico estaba prohibido. Estúpida ironía.

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