Los barrotes de su celda eran una pobre representación de la rigidez en su cuerpo, aquella que se había instalado en su persona desde la primera paliza que le fue propinada al entrar en aquella mierda de reclusorio.
Durante aquel tiempo que llevaba encerrado, Javier Soto simplemente se sentaba a observar, aun cuando pareciese que no veía nada en absoluto. Su mirada perdida de pronto iba de aquí para allá; si estaba en el patio, varaba la mirada en los demás reclusos, tensándose indescriptiblemente cuando uno de ellos caminaba en dirección a él, se acercaba demasiado o carcajeaba sonoramente.
Si estaba en la cafetería, movía la cuchara de un lado a otro entre las pastas agridulces que servían de excusa gastronómica, miraba su vaso de agua medio vacío y mantenía el enredado mohín en sus labios.
Y si estaba en su celda, como en ese momento, se limitaba a recostarse en su cama y mirar el techo como si se le fuese la vida en ello, como si al mirarlo fuese a desmoronarse devolviéndole su libertad.
El golpe de la macana contra los barrotes fue suficiente para sacarlo de sus pensamientos. Se irguió en la cama y miró de pies a cabeza al guardia que estaba parado al otro lado de las rejas. Este no lo veía como el resto lo hacía, lo miraba de forma extraña... como si lo respetara.
—Acérquese —dijo el guardia.
Soto lo miró con cuidado: sus botas negras de agujeta, el uniforme negro perfectamente planchado y la corbata alineada con delicadeza. Y se sentó al borde del colchón.
El guardia insistió:
—Tengo algo que decirle, jefe.
Javier sonrió de forma prácticamente imperceptible. De pronto la rigidez en su cuerpo se desvaneció y quedó olvidada bajo la comodidad de una nueva seguridad. Así que se levantó con el porte soberbio que había dejado olvidado y se acercó tranquilamente a los barrotes. Fue entonces que el guardia le explicó lo que él había esperado escuchar por mucho tiempo:
—Lamentamos la tardanza, jefe —dijo—. Sobornar a las autoridades no fue tan barato como creímos, pero ya hay seis de nosotros aquí. Le prometemos que estará más que cómodo y seguro durante su permanencia. Procuraremos sacarlo lo más pronto posible.
Javier sonrió con la comisura derecha de los labios. Eso era música para sus oídos.
—Bien —musitó con una recién hallada seguridad en su voz.
—Ahora —continuó el guardia—, por favor, acompáñeme a su nueva celda.
Acto seguido, abrió la puerta. Soto no tomó nada de sus pertenencias. ¿De qué le servían un rastrillo viejo, un par de camisas mugrientas, un cuaderno, un lápiz y una pelotita de tenis, si le iban a dar todo lo que quisiese de ahora en adelante?
Caminó detrás del guardia con la barbilla de nuevo en alto. Los reclusos se acercaban a los barrotes de sus celdas y simplemente lo miraban. Ya no le gritaban groserías, amenazas ni burlas. Ellos sabían. Sabían que ya no era un recluso más y, sobre todo, sabían que ahora cabía la posibilidad de que fuese intocable, protegido por los miembros corruptos del Reclusorio Oriente.
Dejaron atrás la zona en la que se había hospedado durante aquel mes y se internaron en la zona A, donde, supuestamente, se encontraban los reclusos menos peligrosos y con más posibilidad de salir bajo fianza. A Soto se le iluminó la mirada, quizás estaba cada vez más cerca de salir de ese infierno.
Para llegar a su nueva celda, subieron un par de tramos de escaleras y, al llegar al tercer piso, otro guardia se les unió sin decir palabra alguna. Era la hora del almuerzo del bloque A, así que no había nadie en todo el edificio.
Llegaron a una celda increíblemente limpia; la cama era del mismo tamaño que las demás, pero el colchón era notablemente más grueso y suave, cubierto por sábanas beige de textura aterciopelada y un edredón color vino que desentonaba con las grietas en la pared. Esa nueva celda, a diferencia de la que tenía anteriormente, poseía un retrete al cual le habían quitado casi todo el sarro.
Tenía también un escritorio de madera vieja y rechinante, un par de cuadernos y media docena de libros esperándolo. En un pequeño estante al lado del escritorio vio varias camisetas nuevas y bien dobladas, un par de pants, dos pares de calcetines blancos y un nuevo par de tenis.
Uno de los guardias abrió la puerta de la celda y le cedió el paso. Soto hizo lo indicado con expresión conformista, un día saldría de allí, solo tenía que soportarlo un tiempo
Se sentó en la cama y sonrío levemente ante la comodidad.
—¿Necesita algo, señor? —le preguntó el segundo guardia.
Él quiso empezar a probar qué tanto poder poseía entonces.
—Tengo hambre —dijo—. Quisiera un buen platillo. ¿Qué tal algo de sushi?
—Enseguida, señor.
Ambos guardias desaparecieron por el pasillo y él se quedó solo nuevamente.
Colocó ambas manos en la nuca y se dejó caer sobre el mullido colchón con una clara sonrisa en los labios. Se sentía como si hubiese ganado. Él estaba allí, a punto de engullir un buen platillo, sentado en su propio edredón mientras leía algún buen libro y ella, bueno, ella probablemente ya estaba en el quinto infierno.