Príncipes Azules

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    Estaban en el pequeño gimnasio de Alex, la luz del mediodía entraba por las altas ventanas. Ella golpeaba con fuerza y rabia un saco de boxeo mientras Alex la miraba evaluando sus movimientos.

    — ¿No quieres entrenar con los cuchillos o con el arco? —preguntó él, casi aburrido.

    —No —balbuceó Joan mientras inclinaba su torso para alzar su pierna derecha y pegar en el punto más alto del saco. Su pierna tembló al no estar completamente en forma, era obvio que Joan había dejado que la comodidad del Reformatorio la ablandara, tenía que arreglar eso. Mientras Alex bostezaba y seguía con ojos cansados cada movimiento de la asesina, ella seguía golpeando al saco como si se le fuera la vida en ello, como... desquitándose.

    Derek entró con actitud sigilosa en el gimnasio y se sentó a un lado de Alex. Los dos se quedaron callados, sólo mirándola. Prácticamente ignorando la presencia del otro.

    De pronto, ella comenzó a quejarse con cada golpe, a cada puñetazo que daba al saco, siseaba o gemía de dolor mientras las facciones se le contraían en una mueca. Alex se levantó de su asiento y casi corrió hacia ella para detenerle las manos en el aire. Los nudillos le sangraban y la sangre resbalaba por los dedos, manchando el piso.

    —Derek, dame vendas —ordenó Alex.

    — ¿Dónde están?

    —En aquel aparador, segundo cajón a la izquierda.

    Derek se levantó y trotó hasta el aparador que se encontraba al fondo del lugar, hecho completamente de metal y con una infinidad de cajones y compartimientos. Pero no le resultó nada difícil, el cajón que Alex le había indicado estaba lleno hasta el tope de vendas. Tomó un par de vendas gruesas, caminó hasta encontrarse a lado de ellos y le extendió los rollos a Alex, quien tomó uno y comenzó a vendar a la chica. Joan mantenía la mirada lejos de sus manos y lejos de ellos dos, de hecho, miraba hacia una de las ventanas que tenía a su izquierda y mantenía el ceño fruncido, reprimiendo el dolor.

    Derek se dio cuenta de que Alex tampoco la miraba y que fruncía el ceño como si estuviese enojado, no preocupado. Meneó su cabeza y chasqueó la lengua, después comenzó a quitar la venda que recién había puesto.

    —Dame el agua oxigenada —ordenó Alex de nuevo—, está junto a las vendas.

    Derek volvió al aparador y abrió el cajón que estaba del lado izquierdo al anterior, se sorprendió cuando lo encontró lleno de pastillas y jarabes extraños. Se preguntó cuántos heridos habría en el gimnasio de Alex por día.

    Abrió el que estaba a la derecha y encontró botellas de alcohol de curación, mezclas herbolarias para las heridas y el agua oxigenada. Tomó la botella y se la entregó a Alex, quien abrió la tapa con los dientes y derramó el líquido en la mano derecha de Joan. Las múltiples heridas comenzaron a burbujear, el medicamento limpiaba las magulladuras. Ante el dolor, ella sólo frunció más el ceño y torció la boca.

    Después, Alex restregó un pedazo de la venda en sus heridas, rompió el pedazo que estaba empapado de sangre y medicamento, y le colocó el resto alrededor de los nudillos.

    Repitió el procedimiento con la otra mano.

    Derek no despegó su mirada de ninguno de los dos, veía las acciones de Alex y las reacciones de Joan. Ella jamás se quejó, simplemente respiraba hondo cada vez que, Derek suponía, le era más intenso el escozor de las heridas.

    —Listo —susurró Alex cuando anudó la última venda.

    —No tenías que hacerlo —balbuceó ella con la mirada fija en sus manos vendadas.

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