Beta había muerto.
El día anterior, mientras Joan jugaba a tener familia, Paty había enviado a Beta y a Soria para que tantearan el terreno cerca del edificio donde se encontraba oculto Soto, pero solo Soria había regresado, claramente perturbada por la muerte de su hermano y sin ese brillo amenazante en los ojos.
Joan la entendió perfectamente en cuanto la vio acurrucada en un rincón, recibiendo atenciones y preguntas del personal de la base. Entre susurros y sollozos, Soria había explicado lo que sucedió y cómo sucedió, y, aunque a la asesina le pareció que titubeaba en los detalles, dejó pasar esos errores justificando su falta de coherencia en el shock del momento.
Dijo que se encontraban en una casa abandonada. Llegaron cerca de allí en auto y, a pesar de haber entrado a la zona con sigilo, no pasaron ni cinco minutos cuando la agresión comenzó. Desde los tejados, desde las ventanas altas, desde los callejones: flechas y balas.
Y una bala alcanzó a Beta.
Y era lo único que Soria pudo relatar antes de caer víctima de un ataque de nervios. Después de escuchar la historia, Joan entendió por qué había tanta tensión en cuanto llegó a la base la noche anterior. Los planes se habían desmoronado. No podían arriesgarse a llamar la atención con algún medio de transporte, debían ser sigilosos.
—No podemos llegar allí en auto —comentó Luis con voz seria—, nos encontrarían de inmediato.
—¿Por qué no sencillamente llegamos en tanques y los volamos a todos en pedazos? —sugirió Mota y Joan rodó los ojos.
—La muerte no es un castigo —replicó Paty con voz suave y tensa al mismo tiempo.
Joan se estremeció, pues, al decirlo, la miró a ella.
—Habrá que cruzar el bosque y llegar a pie —comentó Molly.
—¿Qué? —preguntaron varios al mismo tiempo.
Molly se encogió de hombros y lanzó una mirada interrogativa a Paty. La señora miró a todos, analizando sus capacidades y su resistencia. Por supuesto que podrían hacerlo, confiaba en ellos.
—Sí, habrá que hacer eso. Saldrán mañana temprano, preparen sus cosas —ordenó y salió del gimnasio rodeada de su interminable séquito de asistentes.
Todos se miraron consternados. ¿Cruzar el bosque? Eran más de treinta kilómetros para llegar a la vieja zona. Sin querer escuchar las quejas, Joan dio media vuelta y salió por la puerta.
Mientras bajaba las escaleras hacia la sala de cómputo, se topó con Carolina.
—¿Has visto a Alex? —le preguntó.
—Sí, es alto, bronceado y tiene ojos cafés —se burló Joan sin sonreír.
Carolina tragó saliva.
—Me refería a si lo has visto recientemente.
Joan se recordó, con toda la determinación que fue capaz, que Carolina no pertenecía a ese mundo y que Alex era el único que le daba confianza. Así como Alex fue el único que le dio confianza cuando ella era nueva en la calle.
—Sí, está en el gimnasio.
Carolina la miró un poco sorprendida.
—Gracias —le respondió con una ligera sonrisa mientras continuaba su camino, subiendo las escaleras.
Miró con el rabillo del ojo cómo la asesina bajaba hasta la sala de cómputo y se dirigía a la puerta que conducía a los dormitorios. Suspiró y continuó su camino. Siempre que veía a Joan parecía una dura batalla entre el pánico y la curiosidad.