Vida casera

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Joan abrió los ojos y estiró sus pies tan solo un poquito, lo suficiente para despertar sus músculos. Intentó girar su cuerpo a la derecha, pero chocó contra un dormido Alex, quien apenas se inmutó ante el contacto. Joan sonrió débilmente y se acomodó junto al cuerpo desnudo de él. Repasó en su mente todo lo que tenía que hacer para iniciar el día: levantarse, bañarse, arreglarse, desayunar, leer los documentos que Paty le dio el día anterior y tomar algunas notas...

Pero eso podía esperar, era temprano todavía.

Bostezó con tranquilidad y comenzó a acurrucarse en la dulce comodidad de su nueva vida casera. Era perfecto, silencioso y acogedor... Hasta que el teléfono de Alex comenzó a sonar. Joan entonces se ocultó bajo las sábanas blancas y gruñó por lo bajo. Alex estiró el brazo entre gruñidos somnolientos y alcanzó el celular, dio algunos toques en la pantalla, bostezó, lo colocó en su oído y respondió:

—¿Hola?

Joan apretó los ojos, como si eso la encerrase en una burbuja.

—Claro —musitaba Alex—, claro, sí. Hasta pronto.

Y colgó antes de lanzar un sonoro suspiro al aire.

—Tenemos que llegar en media hora —dijo.

Joan se quitó las sábanas de encima y resopló.

—No —respondió en un puchero.

Alex sonrió de lado y dejó el teléfono en su lugar. Se estiró de regreso hasta Joan, la tomó por la cintura y la jaló hasta sí para dedicarle un largo y suave beso en los labios. Joan río suavemente y se dejó llevar por la ola de sensaciones.

—Podemos llegar un poco más tarde —susurró él en los labios de Joan, sonriendo mientras hacía círculos al bajar por la piel desnuda de ella.

Joan lo miró completamente embelesada.

—¿Qué tan tarde? —preguntó juguetona.

Alex sonrió, pensando en cuánto adoraba aquella nueva faceta de Joan: sin restricciones de ningún tipo porque ya no había ningún miedo al cual obedecer. Al menos ningún miedo con respecto a Alex que la acompañaba a diario, le preparaba el desayuno, la ayudaba a entrenar, la abrazaba en las noches difíciles, la calmaba en los días infernales, la hacía reír por las tardes o le recorría el cuerpo entero cada vez que les placía hacerlo. Ya no había miedos, ya no había ataduras ni dudas. Y era perfecto en todos y cada uno de los matices de la propia imperfección.

—No sé —murmuró él—. Tarde.

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«¿Cómo va tu nueva vida?» por aquí y «¿ya dejaste el pasado atrás?» por allá. Y Joan estaba harta. Al principio le agradó saber que le interesaba a sus compañeros de trabajo, pero luego, pasados un par de meses, notó la sutilísima doble intención con la que le preguntaban sobre su vida.

Como si esperaran que ella respondiese: «¡Oh, es asqueroso tener que sonreír como robot para complacer a todos y ni hablar de las miradas acusadoras que tengo que soportar a diario» o «claro que no! ¿Quién podría? Mi pasado sigue siendo parte de mí. La diferencia, colega, es que ahora no dejo que me vean mientras me afilo las garras».

Así que, en lugar de romperse la cabeza intentando articular una respuesta políticamente correcta, se limitaba a sonreír con paciencia y decir: «todo va muy bien, gracias». Y así empezaban sus días en el trabajo.

Menos mal que no empezaba tan mal desde el principio; menos mal que Alex estaba ahí para ayudarla a comenzar los días con el pie derecho. Quizá, de no ser por eso, hubiese explotado de alguna manera, no importaba cómo: tal vez le hubiese dado un pisotón a su horrendo co-instructor, tirado el café encima de algún oficinista o picado los ojos a la secretaria de Alex... Sí, era poco para ser Joan Forley, pero cuidar su comportamiento lo más posible era indispensable si quería saborear la libertad alguna otra vez en su vida.

Joan Forley: Historia de una Asesina © [JF#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora