Luis, ahora, sabía exactamente lo que significaba ver su vida pasar frente a sus ojos. Y no quería volver a pasar por eso. Sobre todo, no quería volver a pasar por ello sin sentirse listo para enfrentarlo, sin sentirse ligero o en paz con sus pensamientos y decisiones. Así que allí estaba, parado frente a la puerta de su casa. O, mejor dicho, la casa de sus padres.
Sabía que se atenía a una y mil reacciones, pero creía que debía estar ahí y sentirse precisamente así: nervioso y ansioso. Apretó el timbre un par de veces, dio un paso hacia atrás y esperó con ambas manos entrelazadas tras su espalda.
Escuchó los pasos acercarse a la puerta, vio girar el lustroso picaporte y enseguida los ojos de su padre lo recibieron con una genuina sorpresa que a Luis le pareció cálida.
Luego le temblaron las rodillas en cuanto lo escuchó decir:
—Hijo mío.
Sonrió tímidamente.
—Papá.
Y Josué, su padre, acortó la distancia entre ellos y lo abrazó con fuerza. A Luis le pareció que lo apretaba como si hubiese estado guardando esas fuerzas solo para ese día. Y se sintió tan calmado y feliz que entonces se dio cuenta de la intranquilidad a la que lentamente se había acostumbrado hasta vivir en ella sin darse cuenta.
El abrazo terminó después de un par de minutos. Luis vio a su padre secarse un par de lágrimas en cuanto se separó de él. Se quedó quieto, esperando alguna pista sobre lo que debía de decir o hacer en ese momento.
Fue hasta que saboreó la sal de sus lágrimas cuando se dio cuenta de que estaba llorando.
—Déjame verte —dijo su padre, evaluándolo de pies a cabeza.
Luis se tensó sin siquiera pensarlo, esperando ver la mirada acusatoria de su padre. Llevaba su ropa normal: un par de jeans, sus mocasines color canela y una camisa blanca bien planchada.
—Has crecido mucho, te ves bien.
Luis tragó saliva.
—Gracias.
—¿Quieres pasar?
Luis iba a preguntar, incrédulo: ¿puedo? Pero en lugar de eso, asintió y entró a la casa. Josué cerró la puerta tras de él y caminó a su lado.
El muchacho se sintió tan ajeno en ese lugar que simplemente se limitó a mirarlo todo como se mira la casa de un extraño: con respeto y sigilo. Temió ser atrapado mientras observaba las fotografías de las últimas vacaciones de sus padres, la pintura de exquisitos colores que colgaba en la pared sobre la chimenea o el polvo que se acumulaba lentamente en los jarrones llenos de flores plásticas.
—No creí que vendrías —comentó su padre.
—Tampoco yo —masculló él, mirando con detenimiento una vieja fotografía enmarcada en un obsoleto portarretratos.
Allí estaba él, años atrás; y allí estaba su hermana, viva para siempre en ese pedazo de papel. Se tragó el nudo que había aparecido en su garganta.
—¿Qué has hecho? ¿Cómo has estado?
Luis pensó que contarle el último mes de su vida sería una locura, eso por no mencionar que era el mejor amigo de una asesina... Así que se limitó a decir:
—He estado bien, moviéndome con la vida.
—Ah.
Un leve destello captó la atención de Luis, quien se acercó a una pequeña mesa al lado de la chimenea apagada y con manos temblorosas tomó el delicado dije de oro. Lo rozó con el índice derecho mientras su ojo derecho se nublaba tras la lágrima que amenazaba con derramarse por su mejilla. El dije era de ella, de su hermana.