Alex dejó las mantas dobladas perfectamente sobre su almohada y se vistió rápidamente con su terrible uniforme: pantalones de vestir, camisa blanca, saco negro, corbata gris y zapatos pulcramente lustrados. Abrió la puerta con cuidado para no despertar a nadie, salió en silencio y cerró la puerta con un callado clic. Bajó por las escaleras, ignorando el elevador, y salió del edificio como una sombra.
Caminó un par de calles hasta llegar a un pequeño estacionamiento conocido sólo por quienes habitaban cerca de allí. Golpeó a la puerta un par de veces y unos minutos más tarde un hombre vestido con una pijama desgastada de color azul marino apareció en el portón y al ver a Alex cerró de inmediato para apresurarse a abrir las puertas de la salida de los autos.
Alex entró pisando la tierra con sus finos zapatos y se encaminó hacia su Mercedes Benz C300 color negro. Abrió la puerta, arrancó el motor con un ronroneo y salió del estacionamiento. Condujo con calma hasta llegar a la zona comercial de la ciudad en donde estacionó el auto en la calle sin preocupación alguna frente a un edificio construido en piedra gris con detalles en color negro. Las puertas de éste estaban hechas de madera y lucían esplendorosas con su estilo colonial y detalles tallados a todo lo largo y ancho de su superficie. Los quince pisos del edificio hacían que cualquier construcción a sus lados se viera terriblemente opacada por la perfección que éste irradiaba, como si hubiese sido siempre parte del paisaje o, mejor aún, como si el paisaje hubiese sido siempre parte del panorama protagonizado por aquel monstruo gris.
Un hombre de edad avanzada y ataviado en un traje color gris oxford salió apresurado de las puertas entreabiertas y recibió a Alex con un leve asentimiento de cabeza, enseguida el hombre se quedó a un lado del auto del joven, vigilando y cuidando que a ningún vándalo se le ocurriera profanar dicha pieza de maquinaria.
Alex entró con aire de suficiencia al edificio y, como siempre, lo invadió esa sensación de haber entrado a un palacio. Los pisos de mármol hacían un elegante juego con las decenas de cuadros colgados en las paredes, en todos lados: en las salas, los pasillos, los salones, a un lado de las puertas. Siguió el camino que ya se sabía de memoria y entró a un pequeño salón que estaba sutilmente alumbrado por la chimenea que ardía en un extremo, enfrente de ésta había un montón de sillones formando un enorme medio círculo y en medio de estos había una mesita de café con un florero repleto de rosas rojas que a él le parecieron demasiado oscuras. El joven se adentró con confianza y se sentó en uno de los sillones, estiró un brazo por sobre el respaldo y cruzó sus tobillos. Suspiró echando la cabeza hacia atrás y se entretuvo mirando el techo agrietado por unos minutos.
Ella no dejaba de pasarle por la mente. Era como una fuga incesante, un goteo sin final. Gota, gota. Joan, Joan. Él de verdad había creído que ella había muerto, que simplemente su rostro había desaparecido de la faz de la tierra como muchos otros. Tremendo error que había cometido. Necesitaba tiempo para saber cómo terminar su trabajo sin que ella se diera cuenta, sin inquietarla. Avanzar a sus espaldas y llegar a la meta. Tal vez algún día ella entendería por qué debía de ser de esa forma. Ella debía entender... o todo podría explotarles en la cara.
Las puertas de la estancia se abrieron suavemente y entró un hombre de no más de cuarenta años ataviado con un traje color negro con camisa blanca y corbata roja que se antojaba del color de la sangre. Miró a Alex sentado en el sofá y sonrió débilmente, cerró la puerta a sus espaldas y con un gesto elegante se ajustó un poco más la corbata al cuello.
—Bienvenido —comentó mientras se acercaba para tomar asiento frente a Alex.
—Gracias —respondió.
— ¿Cuánto tiempo te tomó ser transferido aquí?
Alex hizo una mueca.
—Ingresé hace cinco años...