Sentencia de Muerte

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    Joan giró ambos hombros y estiró un poco el cuello para relajar la tensión que sentía en todo su cuerpo. Cerró los ojos y tomó una larga bocanada de aire. Se dijo que todo estaría bien. Soltó el aire y abrió los ojos a tiempo de ver a un par de guardias —además de los seis que la escoltaban— abrir las puertas de madera frente a ella.

Forley recordó esos días en el Reformatorio y casi sonrió. Parecían entonces tan simples y lejanos. De pronto quiso estar allí encerrada, no solo en su celda, sino en su dulce, dulce monotonía. Se sintió con ganas de saborear el silencio, la soledad y la certeza de que era dueña de sus decisiones, que todo cambiaría cuando ella lo decidiese. Repentinamente le dio miedo estar allí a punto de entrar a su propio juicio.

En un dos por tres se sintió presa del pánico.

Y, en un abrir y cerrar de ojos, se obligó a calmarse.

Miró hacia abajo y observó sus manos esposadas a una cadena que le colgaba hasta los grilletes en los pies. Suspiró sin que nadie se diera cuenta, había olvidado lo que se sentía no ser libre. Movió de nuevo los hombros y se concentró en las punzadas de dolor que las balas —que fueron retiradas durante su segunda noche en la jefatura de policía, donde había pasado toda una semana— habían dejado como recuerdo en su piel.

Llevaba puesto el uniforme beige del Reformatorio y se sentía indescriptiblemente cómoda con él, como si hubiese sido hecho para ella. Patricia había ido a verla esa mañana, le había llevado la ropa y había hablado con un par de autoridades para que la dejasen tomarse un ridículo baño con la helada agua que salía del lavabo en los sanitarios de empleados. Si hubiese sido su decisión, habría ido a juicio con toda la peste que la rodeó aquella semana.

—Tienes que dar mejor impresión que él —le había dicho Paty, quien le comentó que Soto había inspirado una profunda pena durante su juicio: sucio y malherido.

Joan había torcido los labios.

—Pero no tienes por qué buscar su lástima —sentenció la señora mientras intentaba acomodarle el cabello.

Y no lo haría. No se agacharía cual perro arrepentido.

Sí, se había detenido. Sí, se había dado cuenta de todo lo que ella misma se causó en la vida. Pero no, no podía decir que se arrepentía porque, ¿de qué servía? Lo había hecho. Punto. Y todo el desastre que causó, al final, había tenido un efecto: Los Huracanes era ahora una asociación felizmente disuelta, las empresas que gozaban de privilegios ilegales regresaron a la reglamentación y aquellas que eran sometidas pudieron finalmente tener una oportunidad para crecer. Las familias que Javier había desintegrado salieron a la luz gracias a una curiosa y estúpida lista que este mantenía en secreto, una lista con el nombre de todas las víctimas que él o su organización terminaron alguna vez.

Eso la reconfortaba, saber que esas familias ahora sabían quién había arrasado con todo y que ya estaba tras las rejas, esperando por su sentencia.

Patricia le dijo un día —mientras comía sopa fría en su celda— que una señora le pidió darle las gracias. Y Joan casi escupió la sopa. No, ella no era una heroína, no tenían por qué sentir la necesidad de agradecerle.

—Eso tal vez sea un punto a favor —comentó Paty aquella vez, sonriendo con esperanza.

Joan la había mirado con curiosidad. Patricia estaba preocupándose por ella. Es decir, Joan ya no estaba ayudándole en nada, no poseía ningún código de suma importancia y no había razón alguna por la cual Paty tuviese que seguir allí. Y sin embargo allí estaba, visitándola a diario.

«También eres como mi familia», recordó a Patricia decir.

Tal vez era verdad, real y palpable. Tal vez era querida.

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