Encuéntrame

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Joan simplemente no podía creer que estaba haciendo aquello. Miró a ambos lados y se acomodó un poco más en su asiento, temerosa de que alguien la reconociera.

Antes de salir de la base, había ido a su habitación, se había lavado la cara, cambiado la ropa y sacudido el polvo del cabello. Encontró su corazón de plata sobre la almohada, encima de una nota de papel en el que habían garabateado un simple «gracias»; y ahora lo llevaba en el bolsillo, esperando a intercambiarlo por su familia. 

En realidad, no se sentía segura de querer hacerlo, era el último regalo que sus padres le habían dado... pero pensaba que salvar a otros miembros de su familia —aunque no los conociera— bien valdría la pena. Tal vez sus padres se sentirían orgullosos de ella, ¿no?

Miró al frente con discreción y pensó que el centro de la ciudad era un martirio en sábado. Había personas saliendo y entrando a las tiendas lejanas, otras salían satisfechas de los restaurantes y algunas esperaban su turno para engullir un buen platillo. Algunos niños lloraban para que sus padres les compraran los juguetes deseados, parejas se sonreían y caminaban acoplándose a todos los demás, los señores mayores de edad se entretenían en la sección de música de alguna tienda y las mujeres se detenían para oler los preciosos frascos de perfumes que impregnaban el ambiente con sus dulces aromas.

Y allí, en medio de todo eso, estaba ella, intentando pasar desapercibida. Miró a su derecha y le echó un vistazo a uno de los relojes que se exhibían en un aparador: 13:57.

Se llevó la mano al hombro izquierdo, allí donde la bala reposaba aún en su lugar: incrustada en su piel. Presionó la herida con fuerza y luego cedió para dar paso a una falsa sensación de alivio. Le dolía mucho, pero no había tenido la determinación de sacarse la bala. Respiró hondo y casi sintió en el torso los moretones que seguro ya habían aparecido, tiñendo de púrpura su suave piel.

Suspiró al preguntarse si estaría haciendo lo correcto. Tal vez debió informarle a Paty o al menos a Alex, pero no quiso arriesgarse a que la detuviesen. Ella quería estar ahí, necesitaba otra oportunidad para estar frente a Soto. Quizá saldría victoriosa esta vez. Solo esperaba que Patricia llegara a tiempo.

Estaba sentada en la fuente principal, sintiendo cómo la brisa, que volaba desde las enormes caídas de agua, se estrellaba en sus brazos desnudos, causándole ligeras cosquillas que le hacían olvidar momentáneamente lo que estaba a punto de suceder. Por un instante, observó sus manos: raspadas en los nudillos y con algunos cortes en las palmas... muy diferentes a las manos de las chicas que se paseaban con ligereza en el centro de la ciudad.

Al levantar la vista casi sonrió, pero pronto la comisura de sus labios se quedó quieta en una línea y su ceño se frunció ligeramente.

A unos diez metros de ella se encontraba Fátima, vestida con un par de jeans y una blusa color mandarina. En sus ojos vio esa pequeña chispa de emoción al reconocer a su sobrina, pero también vio miedo e incertidumbre. Joan recorrió su cuerpo y su rostro con la mirada en busca de alguna herida o señal de agresión, pero no encontró nada.

Miró entonces detrás de Fátima y cruzó la mirada con el mismo Soto, quien sostenía a su tía con firmeza mientras taladraba a la asesina con intensos ojos grises.

—Creí haber pedido ver a Patricia —espetó él.

—Debías haber esperado a que la persona al otro lado del teléfono respondiera antes de desembuchar tus planes.

Él frunció el ceño.

En ese momento una esbelta figura apareció de entre la multitud para colocarse en medio de ambos, con sus jeans no muy ajustados y sus sutiles tacones no podría ser otra que Patricia.

...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora