Los ojos verdes de Derek perforaban a Joan como si llegar a su alma fuera su meta. De haber sido por él, se hubiera quedado gran parte del día viendo como a ella se le subían los colores al rostro, pero ella no lo tenía planeado de la misma manera.
—Eh... iré a ducharme —dijo ella titubeando y moviendo su cuerpo casi con torpeza para levantarse del sofá.
Él sonrió y asintió.
Con paso decidido y reprochándose a sí misma por su absurdo comportamiento, Joan se dirigió a su habitación, cerró la puerta tras de sí y se quitó la pijama.
Con cuidado, se quitó los guantes de cuero y los dejó sobre la cama. Se quitó las vendas y admiró cómo el ungüento que Luis le colocó había hecho un excelente trabajo. En su piel, se empezaba a formar una capa que más tarde se convertiría en una cicatriz más. En otra historia que contarle a la luna.
Caminó al cuarto de baño y abrió el paso del agua para ducharse, una vez que el vapor del agua caliente comenzó a inundar el lugar, se metió bajo el chorro. Siseó cuando el agua tocó sus heridas, las cuales le ardieron y escocieron muchísimo. Aún sin acostumbrarse a usar agua caliente para bañarse, se lavó el cabello y el cuerpo cuidando de usar suficiente jabón para borrar el aroma a sudor.
Cuando terminó, se envolvió en una toalla y salió del cuarto de baño para vestirse. Se puso un par de jeans, una camiseta blanca y tenis color gris, aún impresionada de tener su propia ropa nueva. Se puso un poco de ungüento en sus heridas, se colocó las vendas y se enfundó los guantes. Arremolinó su cabello y cubrió lo más que pudo sus rasguños con él, se puso desodorante y los lentes de contacto azules. Suspiró al ver su oreja izquierda incompleta y pensó que era una fortuna que hasta ese momento nadie hubiese reparado todavía en ese detalle. Buscó debajo de la almohada su collar, lo colgó en su cuello, lo ocultó debajo de su camiseta y salió de su habitación.
Derek y Luis estaban en la misma posición en la cual los había dejado. Uno miraba la televisión y el otro juraba amor eterno por el teléfono.
—Iré a limpiar el gimnasio —anunció ella mientras salía del apartamento sin detenerse a escuchar sus respuestas.
Su pequeño viaje por el elevador le sirvió para decidirse a comportarse con toda la normalidad de la que fuese capaz.
No, no le diría a Alex lo que sabía.
Sí, actuaría como si nada hubiera pasado.
No, no se rendiría.
Sí, podía hacerlo.
Cuando entró al gimnasio, todo estaba tomando forma. Alex cargaba un costal nuevo para reemplazar aquel que Joan había apuñalado. Ella lo observó por unos momentos. Tenía tantas ganas de correr hacia él y patearlo, quería poder insultarlo y gritarle en la cara. Pero, en vez de eso, recordando sus ya empolvadas tácticas para engatusar a las personas, se tragó sus palabras y reemplazó su ceño fruncido por un gesto más amable.
—Buenas tardes —saludó Alex al verla.
Joan encontró su voz más cálida para hablar.
—Buenas tardes —respondió.
Se acercó al área de los sacos de box y se recargó en la pared, estaba a un par de metros de Alex.
— ¿Segura que estás bien? Hiciste un enorme alboroto por aquí —dijo él, señalando el saco de box que estaba manchado de sangre. Luego tomó un enorme pañuelo, lo mojó en detergente y comenzó a limpiarlo.
—Sí —suspiró ella.
Alex terminó de limpiar el saco ensangrentado y, con eso, terminó de poner orden a su gimnasio. Los cuchillos y las flechas estaban de nuevo en su lugar, los sacos de box estaban limpios o habían sido reemplazados por nuevos y no había ni rastro del incidente. Él se acercó a ella, la acorraló en la pared y la dejó sin salida al recargar ambos brazos a su alrededor.
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