Tensión

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Las voces comenzaron a escucharse poco a poco, como si fueran acercándose lentamente. Antes de abrir sus ojos, localizó cada parte de su cuerpo. Estaba sentada, sus manos atadas al respaldo de lo que parecía una silla y sus pies amarrados en las patas de ésta. Se culpó a sí misma, su pequeña siesta se había convertido en un sueño demasiado pesado. Debieron de haberla transportado mientras dormía.

Entreabrió los ojos y los cerró de inmediato, la luz blanca era cegadora y le había lastimado. Se tomó su tiempo para deshacerse de las pequeñas luces que bailaban en sus párpados y luego abrió de nuevo los ojos con más lentitud. Lo primero que vio fueron sus jeans color azul claro que ahora estaban manchados de la apestosa humedad que se encerraba en su celda. Se imaginó que toda ella tendría las mismas manchas y el mismo aroma. Levantó la mirada y se encontró en medio de un enorme salón con piso de mármol y paredes de piedra negra, como la que estaba en su celda, sólo que ésta no estaba húmeda. A su alrededor, formando un círculo, había diez hombres armados con pistolas, que además vestían trajes negros con camisa blanca y corbata azul celeste.

Fuera del círculo, al fondo del salón, Joan localizó cinco sillas ostentosas. La de en medio estaba hasta el fondo, la luz no llegaba a tocar ni la silla ni al hombre sentado en ella. Las dos que estaban a sus extremos, parecían estar uno o dos metros por delante y la luz se derramaba por toda su zona, mostrando a un joven de color castaño y un hombre de edad adulta de cabello negro, ambos con expresión de fastidio y fascinación al mismo tiempo. Las últimas dos, las más cercanas a ella, también estaban bastante alumbradas y mostraban, del lado izquierdo, a un joven de cabello rubio con expresión soberbia y, a la derecha, a Alex, haciendo todo lo que podía por ocultar bajo una máscara de indiferencia la terrible preocupación y ansiedad que sentía al ver a Joan así.

Ella rogó para que, pasara lo que pasara, él no interfiriera, o todo el plan se iría por el drenaje.

—Habla —ordenó el hombre que estaba en la silla del fondo.

Joan supuso, por el simple hecho de que era él el que daba las órdenes, que era Soto. Aun así, sólo era una suposición.

Aquí vamos de nuevo, pensó.

En un suspiro exasperado, ella respondió:

—No tengo idea de qué es lo que quieren.

—El código —demandó de nuevo el hombre.

Ella negó enérgicamente con la cabeza, no tenía ni idea.

—No tengo nada.

Todo el lugar se quedó en silencio. A pesar de su urgente necesidad de ver a Alex, ella se obligó a no mirarlo y enfocó su vista en la oscuridad al otro extremo del salón.

—Me gusta el entretenimiento —dijo de nuevo el hombre—. Además, creo que un poco de adrenalina te aflojará la lengua.

Quizá dio una orden o una señal que Joan no pudo percibir, porque todos los guardias a su alrededor dieron varios pasos hacia atrás, haciendo que el círculo fuera el doble de grande. Dos de ellos se acercaron, la desataron y se llevaron la silla. Ella se quedó de pie en medio del salón, esperando. Ya no tenía la chaqueta negra, pero se sintió aliviada cuando confirmó que sus guantes estaban intactos en su lugar. Escuchó ruido detrás de ella y se giró para observar.

Las dos puertas para entrar al salón eran enormes piezas de madera gruesa con incrustaciones de cobre que formaban serpientes a lo largo y ancho. Un hombre alto entró con un cuchillo largo y afilado en la mano derecha. Llevaba un par de jeans gastados y una camiseta negra con mangas largas. Tenía numerosas cicatrices en su rostro y su cabello rubio estaba amarrado a su nuca. Joan tragó saliva. ¿Iba a pelear? ¿En ese estado? No era justo.

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