Joan despertó sintiéndose como si fuese de piedra, estaba entumida. No abrió los ojos, primero se concentró en su cuerpo. Estaba acostada boca abajo con la cabeza hacia la derecha y la presión en sus muñecas y sus tobillos era señal de que estaba atada o encadenada. Sus brazos a los costados y las piernas rectas con los pies cruzados. Abrió los ojos lentamente, preparándose para lo peor.
Estaba en la camilla de hospital, en medio del salón. Las luces estaban apagadas, la única iluminación provenía de algunas lámparas de luz amarilla que proyectaban tétricas sombras en el suelo y las paredes lejanas.
Volteó a ver sus manos encadenadas a las barras de la camilla. Trató de mover sus pies pero éstos no cedieron ni siquiera un milímetro, las cadenas en los tobillos estaban muy apretadas. Miró por sobre su hombro y observó con desconcierto que su espalda estaba completamente descubierta, vio la tela de la camiseta a sus costados, habían cortado la parte de la espalda. Su sujetador estaba desabrochado, pero por lo demás no parecía que la hubiesen desvestido por completo. Simplemente necesitaban descubrir su espalda pero, ¿para qué?
—Bienvenida de vuelta —dijo Soto con voz casi cálida.
—Qué lindo método —se mofó Joan.
—Lo sabemos. De hecho, un amigo tuyo estuvo aquí hace tiempo, en la misma posición que tú.
La sangre se heló en las venas de Joan. Matt.
Oh, no.
— ¿De verdad? —preguntó con la mayor inocencia que fue capaz de fingir.
—Sí. ¿Cuál es su nombre? Ah, Matthias. Era un buen chico, pero era un idiota. ¿Lo has visto últimamente?
— ¿Qué le hiciste? —Joan intentó sonar desesperada y el pánico que se apoderaba poco a poco de ella hizo que sonara convincente.
—Pronto lo sabrás.
Un hombre con traje negro apareció de la nada, en sus manos llevaba un cuchillo, un encendedor y un pedazo de alambre. Joan, siguiendo su instinto de supervivencia, intentó zafarse de las cadenas, pero sólo logró hacerse daño en sus extremidades. Por eso le habían descubierto la espalda, iban a hacerle lo mismo que a Matt.
— ¿Qué tal si comenzamos a recordar? —sugirió Soto con voz neutra.
Joan pudo escuchar que él caminaba alrededor de la camilla pero la poca luz en la habitación no le permitía verlo.
—Había una casa color azul. En ella vivían Lilian y Marco Forley con su adorable hija, la pequeña Joan. Ella era una chiquilla adorable, aunque a veces un poco callada y seria. Solía usar sus pequeños vestidos de colores, le gustaba golpear el piso con la punta de sus zapatos y Lilian siempre la reprendía por ello. ¿Recuerdas? Tu color favorito era el morado y nunca te han gustado las nueces, ¿me equivoco?
— ¿Cómo lo...?
—Eres idéntica a tu madre. Quizá no la recuerdes bien pero ella también tenía ese semblante de sabiduría, esos mismos ojos oscuros y ese cabello negro, es una lástima que lo hayas teñido. Pero tu carácter es el de tu padre, Marco siempre fue... terco.
Joan no comprendía nada, ¿por qué él sabía todo eso?
—El cumpleaños número cinco de Joan fue conmovedor. La familia se reunió y amigos de todos lados llegaron para festejar. Pasada la fiesta, los regalos se abrieron, la niña fue a dormir y las luces se apagaron. Fue fácil entrar a tu casa, tu papá me recibió con los brazos abiertos y es que, después de todo, así se recibe a los amigos.
— ¿Eras su amigo?
—Sí, o eso creí yo. Una semana después de tu cumpleaños, yo debía ir a la corte a ser juzgado y tu padre me advirtió que atestiguaría en mi contra, que estaba cansado de ser parte de mis negocios. Él, siendo psicólogo, sólo necesitaba una pequeña prueba para convencer a todos de que yo era un peligro para la sociedad. Me traicionó, querida, ¿no lo entiendes?
