Isa pensaba que un día iba a morirse de pena. Y le asustaba, le asustaba imaginarse viviendo sumida en la tristeza hasta que esta le arrebatara de pronto el aliento.
También pensaba que estaba haciendo demasiado por salir de las arenas movedizas donde se encontraba. A diario intentaba desesperadamente salir ilesa, yendo al cementerio a decir adiós con una rosa blanca en la mano derecha y una carta en la mano izquierda. Ella creía que así saldría de ese infierno, que decir adiós tantas veces, en algún momento le haría convencerse de la partida de Molly.
Pero estaba equivocada, para salir de una arena movediza hay que quedarse quietos. A Isa entonces le gustaba pensar que había que tener fe: en algún momento podría salir y ni siquiera se daría cuenta de cómo lo había logrado.
Sin embargo, mientras eso pasaba, ella miraba la lápida semi-nueva y no creía que alguna vez fuese posible. Estaba perdida, bastante hundida. Ya no sabía exactamente por qué estaba tan triste, si por la muerte de Molly o su propia agonía.
Cada vez que se sentía desmoronar frente a aquella tumba, se decía en voz baja:
—Yo no morí.
Y se sentía culpable por estar viva. Entonces se sentía bien estar triste, como si fuese un castigo merecido.
Justo cuando una lágrima comenzó a rodar por su pálida mejilla, Isa no pudo soportarlo más. Aventó la carta al pasto y estrujó la rosa hasta arrebatarle todos sus pétalos. Luego aferró el tallo, clavándose las espinas en ambas palmas y soltó un ligero grito. Estaba harta. Estaba deshecha.
Y ya no quería sentirse así.