Capitulo 11

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Con la cadera apoyada contra el escritorio, Julie les sonrió a las siete mujeres de entre veinte y sesenta años a quienes estaba enseñando a leer. A pesar de que recién las conocía, ya la habían conquistado con su determinación, su coraje y su intensidad. Faltaban apenas veinte minutos para la hora en que debía estar en la casa de sus padres, donde comería, pero no tenía ganas de terminar esa clase. A regañadientes,
miró su reloj.
—Bueno, creo que con eso basta por esta noche. ¿Alguien quiere preguntar algo acerca de los deberes para la semana que viene, o hay algo que quieran
decir?
Siete pares de ojos de expresión sincera se clavaron en ella. Rosalie Silmet, de veinticinco años y madre soltera, levantó la mano y habló con timidez.
—Bueno, todas queremos decirle lo mucho que significa para nosotras lo que está haciendo. Me eligieron para que se lo dijera, porque hasta ahora soy la que mejor lee. Queremos que sepa hasta qué punto nos ha cambiado la vida que usted crea en nosotras. Algunas •—miró a Pauline Perkins que acababa de unirse a la clase a instancias de Rosalind no creen que pueda llegar a enseñarnos a leer, pero estamos dispuestas a darle la posibilidad de que lo logre.
Siguiendo la dirección de la mirada de Rosalind, Julie observó a la mujer morocha, de aire solemne, de alrededor de cuarenta años, y le habló con suavidad.
—¿Por qué cree que no podrá aprender a leer, Pauline?
La mujer se puso de pie, como si estuviera por dirigirse a una persona de gran importancia, y admitió con dolorosa dignidad:
—Mi marido dice que si no fuese estúpida habría aprendido a leer cuando era chica. Mis hijos dicen lo mismo. Dicen que estoy haciéndole perder tiempo. Vine porque Rosalind dice que está aprendiendo a leer con mucha rapidez y que ella tampoco se creía capaz de conseguirlo. Entonces me dije que haría la prueba durante algunas semanas.
El resto de las mujeres presentes asintió, y Julie cerró los ojos antes de admitir algo que había conservado en secreto durante tantos años.
—Yo sé que todas pueden aprender a leer. Tengo pruebas de que no saber leer no quiere decir que una sea tonta. Y lo puedo demostrar.
—¿Cómo? —preguntó directamente Pauline. Julie respiró hondo antes de hablar.
—Lo sé porque cuando llegué a Keaton estaba en cuarto grado y no sabía leer tan bien como lee Rosalind después de unas semanas de clase. Yo sé lo que una siente cuando cree que es demasiado tonta para aprender. Sé lo que se siente cuando uno recorre un pasillo sin poder leer los nombres de los baños escritos en las puertas. Y sé cómo trata uno de ocultárselo al resto de la gente, para que no se rían. Yo no me río de ustedes. Nunca me reiré de ustedes. Porque sé algo más... sé el coraje que tiene que tener cada una de ustedes para venir aquí dos veces por semana.
Las mujeres la miraban con la boca abierta.
—¿Es cierto eso? —preguntó Pauline—. ¿Usted no sabía leer?
—Es absolutamente cierto —afirmó Julie, manteniéndole la mirada—. Por eso quiero enseñarles a ustedes. Por eso estoy decidida a conseguir todos los nuevos elementos que existen en la actualidad para ayudar a leer a los adultos. Confíen en mí —pidió, enderezándose—. Encontraré la manera de conseguirles todas esas cosas. Para eso viajo mañana a Amarillo. En este momento, lo único que les pido es que tengan un poco de fe en mí. Y en ustedes mismas.
—Yo tengo mucha fe en usted —bromeó Peggy Listrom, poniéndose de pie y recogiendo sus útiles—. Pero todavía no sé si tengo fe en mí misma.
—¡No puedo creer que haya dicho eso! —contestó Julie—. ¿Al principio de la clase no la oí fanfarronear diciendo que esta semana pudo leer algunos nombres de calles?
Cuando Peggy sonrió y levantó al bebé que dormía en una silla a su lado, Julie decidió que en esa etapa tan temprana les hacía falta que les reforzara el entusiasmo.
—Antes de que se vayan, me gustaría que recordaran por qué querían aprender a leer. ¿Qué me dice, Rosalie?
—Eso es fácil. Quiero ir a la ciudad, donde hay trabajo de sobra, pero no consigo empleo porque no sé llenar una solicitud. Y aunque ideara una manera de salvar ese escollo, sin saber leer no conseguiría un trabajo que valiera la pena.
Otras dos mujeres asintieron, y Julie miró a Pauline.
—Y usted, Pauline, ¿por qué quiere aprender a leer? La mujer sonrió avergonzada.
—Me gustaría demostrarle a mi marido que está equivocado. Me gustaría enfrentarlo una vez en la vida, y demostrarle que no soy imbécil. Y después... —no terminó la frase.


—¿Y después? —preguntó Julie con dulzura.
—Y después —continuó diciendo la mujer—, me gustaría poder sentarme a ayudar a mis hijos con sus deberes.
Julie miró a Debby Sue Cassidy, una mujer de treinta años, pelo castaño lacio y aire tranquilo, a quien sus padres itinerantes habían sacado repetidamente de distintas escuelas, hasta que por fin, al llegar a quinto grado, dejó de asistir de manera definitiva. Impresionaba a Julie como una persona particularmente inteligente y, por lo poco que había dicho en clase, daba la sensación de ser una persona creativa y que sabía expresarse. Trabajaba como mucama;
tenía aspecto de bibliotecaria. Debby vaciló antes de hablar.
—Si después de aprender a leer pudiera hacer lo que quisiera, sólo una cosa me interesaría. .
—¿Y qué es? —preguntó Julie.
—No se ría, pero me gustaría escribir un libro.
—No me río —contestó Julie con suavidad.
—Creo que algún día podré hacerlo. Es decir, tengo buenas ideas y sé contar historias en voz alta, sólo que no sé escribirlas. Escucho libros grabados, usted sabe, los que se graban para los ciegos, aunque yo no sea ciega. Y sin embargo, a veces siento que lo soy. Tengo la sensación de estar dentro de un túnel oscuro, sólo que sin salida, pero ahora creo que quizá la haya. Si realmente logro aprender a leer.
Esas confesiones trajeron una lluvia de otras confesiones, y Julie empezó a comprender la vida que esas mujeres se veían obligadas a vivir. Ninguna de ellas tenía la menor autoestima, era evidente que sus maridos o los hombres con quienes vivían se burlaban de ellas y las maltrataban, y lo peor era que ellas mismas no creían merecer nada mejor. Cuando Julie cerró la puerta del aula a sus espaldas, llevaba diez minutos de atraso para la comida en casa de sus padres, y estaba más resuelta que nunca a conseguir
el dinero necesario para que esas mujeres tuvieran a su alcance todos los elementos para aprender a leer con más rapidez.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora