25

66 4 0
                                    


Mientras sostenía en una mano el pequeño atado de ropa que acababa de sacar del secarropas, Julie cruzó el living desierto, descalza y con el pelo recién lavado, rumbo al cuarto donde había pasado una noche de insomnio. Eran las once de la mañana y, a juzgar por el sonido del agua, supuso que también Zack se había levantado tarde y que en ese momento se estaba duchando.

Entrecerró los ojos para luchar contra el dolor de cabeza, y cumplió con el ritual de secarse el pelo. Después se lo cepilló y se puso los jeans y el suéter del día de su viaje a Amarillo. Tenía la sensación de que desde esa mañana, tres días antes, habían trans­currido semanas, porque ésa fue la última vez en que todo parecía normal. En cambio en ese momento ya nada era normal, y menos que nada sus sentimientos acerca de sí misma. Fue tomada como rehén por un convicto, un acontecimiento que hubiera logrado que cualquier joven decente odiara a su secuestrador y despreciara todo lo que él representaba. Cualquier otra mujer moral y respetable de veintiséis años habría luchado contra Zachary Benedict para inten­tar hacer fracasar sus planes, huir de sus garras y lograr que lo volvieran a capturar y lo enviaran a prisión, el lugar donde le correspondía estar. Eso era lo que hubiera hecho cualquier joven decente, buena y temerosa de Dios.

Pero no fue lo que hizo Julie Mathison, pensó ella con repugnancia. ¡Por supuesto que no! Ella permitió que su secuestrador la besara y la toqueteara; peor, lo disfrutó. La noche anterior simuló ante sí misma que lo único que quería era consolar a un hombre desgraciado, que simplemente trataba de ser bonda­dosa, como le habían enseñado. Pero a la cruda luz del día supo que ésa era una completa mentira. Si Zachary Benedict fuera viejo y feo, no se habría arrojado a sus brazos, tratando de borrar con besos su infelicidad. ¡Y tampoco se habría sentido tan ansiosa por creerlo inocente! La verdad era que había creído la ridicula afirmación de inocencia de Benedict porque quería creerla, y luego lo "consoló" porque se sentía vergonzosamente atraída por él. El día anterior, en lugar de huir y lograr que lo volvieran a capturar en la playa de descanso para camioneros, se quedó acostada con él en la nieve y lo besó, igno­rando la posibilidad viable de que tal vez el camionero llamado Pete no hubiera resultado herido en caso de haberse iniciado una lucha.

En Keaton siempre había evadido escrupulosa­mente los avances sexuales de hombres buenos y decentes, mientras se felicitaba con hipocresía por los altos conceptos morales que le habían inculcado su madre y su padre adoptivos. Sin embargo, en ese momento, la verdad le resultaba clara y dolorosamente evidente: ella nunca se sintió sexualmente atraída por ninguno de esos hombres destacados y excelentes, y ahora entendía por qué. Porque sólo la atraían los individuos de su propia especie, por descastados que fuesen, como Zack Benedict. La decencia y la respetabilidad no la excitaban; en cambio la violencia, el peligro y la pasión ilícita, obviamente sí.

La nauseabunda realidad era que, Julie Mathison podía parecer una mujer decente y digna, una ciuda­dana honorable, pero en el fondo de su corazón seguía siendo Julie Smith, la chiquilina de la calle, hija de padres desconocidos. En esa época, la ética social no significaba nada para ella; obviamente, ahora tampoco. La señora Borowski, directora del Instituto LaSalle, tenía razón. Julie volvió a oír la voz acida de la mujer y vio su gesto de desprecio. "Un leopardo no puede cambiar sus manchas, y tampoco puedes hacerlo tú, Julie Smith. Es posible que logres engañar a esa psiquiatra, pero no me vas a engañar a mí. Eres una mala semilla... Recuerda mis palabras: nada bueno resultará de ti... Los pájaros del mismo plumaje se juntan, por eso te gusta juntarte con esos chiquitines de la calle. Dime con quién andas y te diré quién eres... Eres igual que ellos... inservible. Inservible."

Julie cerró los ojos con fuerza, tratando de evitar los recuerdos dolorosos y de pensar en el hombre bondadoso que la había adoptado. "Eres una buena chica, Julie —le había dicho innumerables veces después que fue a vivir con ellos—. Una jovencita excelente y cariñosa. Y cuando crezcas, serás una gran mujer. Y algún día elegirás un hombre bueno y religioso y llegarás a ser una excelente esposa y madre, lo mismo que eres ahora una excelente hija."

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora