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Cuando volvía a envolverse en la bata, se le ocurrió que por lo menos podía buscar el teléfono que Zack había escondido y llamar a sus padres para tranquilizarlos y decirles que estaba bien. Se detuvo junto a la cama y apoyó una mano sobre la frente de Zack, mientras lo escuchaba respirar. Su temperatura parecía más normal, y su respiración más profunda. El alivio que sintió le aflojó las rodillas, y fue a avivar el fuego de la chimenea. Convencida de que Zack se encontraba en un ambiente bastante caldeado, lo dejó dormir y salió en busca del teléfono, cerrando la puerta a sus espaldas. Decidió que lo lógico era empezar a buscar en el dormitorio donde Zack dormía y hacia allí se encaminó. Al abrir la puerta quedó petrificada por el lujo increíble que se extendía ante ella. Estaba convencida que su propio cuarto, con su chimenea de piedra, las puertas de espejo y el espacioso baño azulejado eran el colmo de la elegancia, pero ese dormitorio era cuatro veces más amplio y diez veces más lujoso. La pared de su izquierda estaba cubierta de espejos, que reflejaban una enorme cama frente a una fascinante chimenea de mármol blanco. Grandes ventanales cubrían otra pared.

Cuando Julie avanzó con lentitud, sus pies se hundieron en la espesa alfombra de un tono verde claro que cubría el piso. Se encaminó enseguida hacia el placard, donde buscó el teléfono. Después de una concienzuda e infructuosa búsqueda en los dos placares y todos los cajones del dormitorio, Julie cedió a la tentación y se puso un kimono japonés de seda colorada, bordado en hilos dorados, que encon­tró en el placard lleno de ropa de mujer. Lo eligió en parte porque estaba segura de que le cabría, y en parte porque quería lucir bonita cuando Zack despertara. En el instante en que se ataba el cinturón, preguntándose dónde demonios podía haber ocultado el teléfono, recordó un pequeño armario que había en el vestíbulo. Hacia allí se dirigió y, al descubrir que estaba cerrado con llave, volvió a su dormitorio, en el que entró en puntas de pie. Encontró la llave donde esperaba que estuviera: en los pantalones empapados de Zack.

El armario cerrado contenía una enorme provisión de vinos y licores y cuatro teléfonos, que encontró en el piso, junto a una caja de botellas de champaña Dom Perignon, donde Zack los había escondido.

Sofocando un inesperado ataque de nerviosidad, Julie enchufó uno de los teléfonos en la ficha del living y se instaló en el sofá. Cuando ya había marcado la mitad del número de larga distancia, comprendió el enorme error que estaba por cometer, y cortó apresuradamente la comunicación. Considerando que el secuestro era un delito federal —y Zack era un asesino prófugo—, lo lógico era que hubiera agentes del fbi en la casa de sus padres, esperando que ella llamara por teléfono para poder rastrear el llamado. Por lo menos, eso era lo que siempre sucedía en las películas. Ya había tomado la decisión de quedarse allí con Zack, y que Dios se encargara de lo que sucediera, pero era necesario que hablara con su familia y la tranquilizara. Empezó a pensar en la manera de hacerlo. Ya que no se animaba a llamar a la casa de sus padres ni a las de sus hermanos, antes tenía que ponerse en contacto con alguna otra persona, con alguien en quien pudiera confiar implícitamente, alguien que no se aturdiera ante la misión que pensaba encomendarle.

Julie descartó a las demás maestras. Eran mujeres maravillosas, pero más tímidas que valientes, y care­cían de la desenvoltura necesaria para la tarea. De repente la iluminó una sonrisa, y buscó la libreta de direcciones que llevaba en la cartera. La abrió en la letra C y buscó el número de teléfono que tenía Katherine Cahill antes de que se convirtiera en la mujer de su hermano Ted. Algunas semanas antes, Katherine le había mandado una nota, preguntándole si se podían reunir esa semana, cuando ella estuviera en Keaton. Con una risita satisfecha, Julie decidió que Ted se pondría furioso con ella por haber vuelto a introducir a Katherine dentro de la familia Mathison, donde no podría evitarla ni ignorarla... y Katherine, por su parte, se lo agradecería.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora