68

44 5 0
                                    


—¡Cómo nos hemos divertido esta noche! —exclamó Katherine con entusiasmo mientras se deslizaba en el reservado del restaurante ocupado por su marido, Julie y Paúl Richardson. Ir al cine los sábados a la noche y después detenerse a comer en Mandillos se había convertido en un ritual durante las últimas seis semanas, desde que Julie decidió arrojarse a la vida con una especie de sentido de venganza que, en lugar de tranquilizarlos, los alar­maba. —¿No les parece divertido? —preguntó, mirando los rostros sonrientes de sus compañeros de mesa.

—¡Bárbaro! —dijo Ted.

—¡Divertidísimo! —afirmó Paúl. Rodeó con un brazo los hombros de Julie. —¿Y tú qué piensas? —preguntó—. ¿Dirías que estas reuniones de los sábados son divertidas?

—Son maravillosas —decidió enseguida Julie—. (y notaste qué noche templada es la de hoy? Mayo siempre ha sido mi mes predilecto. —En las seis semanas transcurridas desde la liberación de Zack, no sólo el tiempo había cambiado. El mes anterior, Ted y Katherine se habían vuelto a casar en la intimidad, en una ceremonia oficiada por el reverendo Mathison en el living de la casa de los Cahill.

Paúl Richardson asistió al casamiento y desde entonces los fines de semana de los cuatro se habían. convertido en un ritual. Sin embargo, el padre de Julie insinuaba que, en cuanto Paúl y ella estuvieran dispuestos, le gustaría bendecir otro matrimonio. Paúl estaba dispuesto. Julie no. A pesar de su ale­gría y animación exterior, se encontraba en un esta­do de anestesia emocional con respecto a cualquier clase de sentimiento profundo, y era un estado del que disfrutaba. Se aferraba a él y lo nutría. Podía reír y sonreír y trabajar y jugar y sentir... todo lo cual era agradable. Pero nada más que eso. Era tan fuerte su equilibrio emocional cuidadosamente adquirido, que no vertió una sola lágrima durante el casamiento de Ted y Katherine, a pesar de sentir­se muy, muy feliz. Pero ya había derramado todas sus lágrimas por Zack, y ahora había encontrado un aislamiento pacífico que no podía ser quebrantado por nada ni por nadie.

En Mandillos había un tocadiscos automático y una pequeña pista de baile en un rincón, mesas en el centro del local y, en el extremo opuesto, un lugar de estar donde se encontraba el bar y una enorme pantalla de televisión que era popular, en particular durante la temporada de fútbol.

—Tengo algunas monedas —dijo Paúl, metiendo la mano en el bolsillo—. ¿Por qué no me ayudas a elegir unos temas para ponerlos en el tocadiscos?

Julie asintió, sonriente, y se levantó con él. En el restaurante lleno de gente conocida, demoró diez minutos en pasar por las mesas junto a las que se iba deteniendo para saludar a sus amigos, y sólo dos minutos en elegir los temas musicales.

—El tocadiscos está apagado porque han prendi­do el televisor —informó Paúl cuando volvieron a la mesa—. Le pediré a la camarera que lo apague —dijo, buscándola con la mirada.

—Espera dos minutos —pidió Ted—. Ya llegan las noticias y me gustaría saber cómo terminó el partido. Y los cuatro fijaron la mirada en la pantalla.

—Antes de pasar a los deportes —dijo en ese momento el locutor—, tenemos un informe especial de Amanda Bladesly, que asiste a una fiesta fabulosa en la fastuosa propiedad que Zachary Benedict tiene en Pacific Palisades...

La mención del nombre de Zack interrumpió todas las conversaciones del restaurante y la gente miró con nerviosa comprensión la mesa de Julie. Enseguida todos comenzaron a hablar con renovado entusiasmo, en un intento de tapar el sonido del tele­visor. Cuando Ted, Katherine y Paúl también se lanzaron a una conversación desenfrenada, Julie los detuvo con un gesto de la mano.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora