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Eran más de las diez de la noche cuando despertó sobresaltada y confusa, con uno de los almohadones del sofá aferrado contra el pecho. Un leve movimiento a su izquierda atrajo su atención y Julie volvió la cabeza con rapidez.

—Una enfermera que abandona a su paciente y se queda dormida mientras está de guardia no recibe su sueldo completo —dijo una voz de hombre, con tono divertido.

El "paciente" de Julie estaba de pie, apoyado con­tra la repisa de la chimenea, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la observaba con una sonrisa perezosa en los labios. Con el pelo todavía húmedo de la ducha, una camisa color crema abierta en el cuello y un par de pantalones marrones, estaba increí­blemente apuesto, recuperado... y muy divertido por algo.

Julie trató de ignorar el traicionero salto de su corazón ante esa sonrisa fascinante e íntima, y se sentó sobresaltada.

—Tu amigo, Dominio Sandini, no murió —se apresuró a comunicarle, en su afán por tranquilizarlo enseguida—. Creen que sanará.

—Eso ya lo oí.

—¿Lo oíste? —preguntó Julie con cautela. Se le ocurrió que quizá lo hubiera oído por radio mientras se vestía. De no ser así, si recordaba que ella se lo había dicho, era mortificante pero posible que recor­dara todo lo demás que le dijo en esos momentos en que lo creyó inconsciente. Aguardó, con la esperanza de que él se refiriera a la radio. Pero Zack continuó observándola muy sonriente, y Julie se sintió cada vez más sofocada por la vergüenza. —¿Cómo te sientes? —preguntó, poniéndose apresuradamente de pie.

—Ahora, mejor. Cuando desperté me sentí como una papa en el momento de ser asada en su propia cascara.

—¿Qué? ¡Ah, quieres decir qué hacía demasiado calor en el dormitorio! Zack asintió.

—No hice más que soñar que había muerto y estaba en el infierno. Cuando abrí los ojos lo primero que vi fueron las llamas que bailoteaban a mi alrededor, y tuve la seguridad de no haberme equivocado.

—Lo siento —dijo Julie, contrita.

—No lo sientas. Me di cuenta muy pronto de que no podía estar en el infierno.

Su buen humor resultaba tan contagioso que, sin darse cuenta de lo que hacía, ella le tocó la frente para constatar su temperatura corporal.

—¿Y por qué te diste cuenta de que no estabas en el infierno?

—Porque durante buena parte del tiempo me cuidó un ángel —contestó él en voz baja.

—Obviamente tuviste alucinaciones —bromeó ella.

—¿Te parece?

Esa vez el timbre de su voz no daba lugar a error, y Julie apartó la mano de su frente pero no pudo apartar la mirada de sus ojos.

—Decididamente.

Por el rabillo del ojo, de repente Julie se dio cuenta de que un pato de porcelana estaba torcido sobre la repisa de la chimenea, y lo enderezó; después también ordenó los dos patitos de menor tamaño que había a su lado.

—Julie —dijo Zack en una voz muy suave y aterciopelada que surtió efectos peligrosos en el ritmo cardíaco de ella—, mírame. —Y cuando ella se volvió a mirarlo, agregó: —Gracias por haberme salvado la vida.

Hipnotizada por su tono y por la expresión de sus ojos, Julie tuvo que aclararse la garganta para impedir que le temblara la voz.

—Gracias por tratar de salvar la mía. Algo se estremeció en la insondable profundidad de los ojos de Zack, algo cálido e invitante, y los lati­dos del corazón de Julie triplicaron su ritmo, pese a que él no hizo ningún intento de tocarla. Entonces ella trató de modificar el clima que se había creado y de ser práctica.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora