Capitulo 16

81 5 0
                                    


Instalado en el asiento trasero del auto, Wayne Hadley metió las notas de su conferencia en el porta­folio, se aflojó la corbata, estiró las piernas y exhaló un suspiro de satisfacción al ver a los dos presidiarios que iban en el asiento delantero. Sandini no era más que un ladronzuelo, un tipo que no valía nada. El único motivo de que lo tuviera a su servicio era que alguno de sus parientes debía de tener conocidos dentro del sistema, y le había llegado la orden de que Dominio Sandini debía recibir un trato especial. Sandini no le proporcionaba diversión ni prestigio; no obtenía el menor placer atacándolo. ¡Ah, pero Benedict era otra historia! Benedict era un actor de cine, un símbolo sexual, un magnate que antes tenía avión propio y limusinas conducidas por chofer. Benedict había sido un tipo importante y ahora lo servía a él. Existe justicia en este mundo, pensó Hadley. Verdadera justicia. Y lo que era más impor­tante, aunque Benedict tratara de ocultarlo, a veces Hadley conseguía traspasar su gruesa piel, haciéndolo retorcerse y sufrir por lo que ya no podía tener, pero no era fácil. Ni siquiera estaba seguro de infligirle un dolor cuando lo obligaba a ver videos de las ultimas películas o de las entregas de premios de la Academia. Con ese placentero pensamiento en la mente, Hadley buscó el tema indicado y decidió hablar de sexo. Cuando antes de llegar a destino el auto se detuvo ante un semáforo, preguntó con tono amable:

—Apuesto a que cuando era rico y famoso, las mujeres le rogaban que se acostara con ellas, ¿no es cierto Benedict? ¿Alguna vez piensa en mujeres, en lo que se siente al tocarlas, al olerías? Pero es probable que a usted no le guste tanto el sexo. Si fuera bueno en la cama, la rubia con quien estaba casado no hubiera andado con ese tipo Austin, ¿verdad?

Por el espejo retrovisor pudo ver que Benedict endurecía el mentón y supuso que lo había afectado el tema del sexo, no el nombre de Austin.

—Si alguna vez le conmutaran la pena... y en su caso yo no contaría con que yo lo recomendara... cuando salga tendrá que conformarse con prostitu­tas. Las mujeres son todas putas, pero hasta las putas tienes escrúpulos y no les gusta acostarse con sucios ex convictos, ¿lo sabía? —A pesar de sus deseos de mantener una fachada de urbanidad en todo momen­to ante la porquería que eran los presidiarios, a Hadley siempre le resultaba difícil contener su tem­peramento, y en ese momento lo sintió surgir. —¡Conteste mis preguntas, hijo de puta, si no quiere pasar el resto del mes en confinamiento solitario! —Entonces se dio cuenta de que se había extralimitado, y prosiguió con tono casi amable. —Apuesto a que en sus buenas épocas hasta tenía chofer propio, ¿verdad? Y ahora mírese: usted es mi chofer. Es una prueba de que Dios existe. —Al ver el edificio de vidrio al que se dirigían, Hadley se irguió en su asiento y se ajustó la corbata—. ¿Alguna vez se ha preguntado lo que sucedió con todo su dinero, es decir, lo que quedaba después de pagar a los abogados?

En respuesta, Zack clavó los frenos y detuvo el auto con un chirrido frente al edificio. Lanzando maldiciones en voz baja, Hadley juntó los papeles que se habían deslizado al piso y esperó en vano que Zack se bajara para abrirle la puerta.

—¡Hijo de puta insolente! No sé qué le pasa hoy, pero ya me encargaré de usted a la vuelta. ¡Y ahora, saque su culo de ese asiento y ábrame la puerta de una vez!

Zack se apeó del auto, sin prestar atención al viento gélido que le hacía flamear la liviana chaqueta blanca, pero preocupado por la nieve que había empezado a caer con fuerza. Cinco minutos más e iniciaría la huida. Abrió la puerta del auto con un floreo burlón.

—¿Puede bajar por sus propios medios o necesita que lo alce?

—Le aseguro que es la última vez que me provoca

—advirtió Hadley, bajando del auto y tomando el portafolio—. A la vuelta aprenderá una lección.

—Contuvo su mal humor y miró a Sandini, que tenía la vista clavada en el vacío, en un intento por parecer dócil y sordo. —Usted tiene su lista de mandados, Sandini. Hágalos de una vez y vuelva enseguida. Y usted —ordenó dirigiéndose a Zack—, vaya hasta ese almacén de la vereda de enfrente y cómpreme un rico queso importado y un poco de fruta fresca. Después espere en el auto. Terminaré dentro de una hora y media. ¡Y tenga el motor caliente y en marcha!

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora