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Katherine metió una asadera con bizcochos dentro del homo y levantó la vista sorprendida al oír que el portero eléctrico de la verja de entrada empezaba a sonar con insistencia. Se secó las manos en una toalla y atendió.

—¿Sí?

—¿Hablo con la señorita Cahill?

—¿Quién es? —preguntó Katherine.

—Paúl Richardson —replicó impaciente la voz de hombre. —¿Julie Mathison está allí con usted?

—Señor Richardson —contestó Katherine con tono sombrío—, ¡son las siete y media de la mañana! Julie y yo todavía estamos en bata de cama. Por favor, vayase y vuelva a una hora decente y civilizada, digamos a las once. Yo creía que el fbi les enseñaba mejores modales a sus agentes —agregó. Pero se quedó mirando el teléfono sorprendida al oír la carcajada de su interlocutor.

—Poco civilizado o no, debo insistir en ver a Jul... a la señorita Mathison.

—¿Y si me niego a abrirle la verja? —preguntó Katherine con tozudez.

—En ese caso no me quedará más remedio que hacer volar la cerradura con mi revólver de servicio.

—Si lo llega a hacer —contestó Katherine irritada, mientras apretaba el botón para abrirle—, le aconsejo que mantenga cargado ese revólver, porque dos de las escopetas de mi padre lo estarán apuntando cuando llegue a la casa.

Cortando toda posibilidad de respuesta, Katherine soltó el botón del portero eléctrico y se encaminó con rapidez a la biblioteca, donde encontró a Julie, instalada en un sillón, mirando el noticiario de la mañana. En la pantalla proyectaban una fotografía de Zack Benedict y la expresión de ternura y de añoranza de Julie, emocionó a Katherine.

—¿Zack está bien? —preguntó.

—No tienen la menor idea de su paradero —con­testó Julie con evidente satisfacción. —Tampoco saben si yo fui o no su cómplice. La sensación que tienen es de que mi silencio, agregado al silencio del fbi, es una admisión de culpa. ¿Te puedo dar una mano con las omeletes?

—Sí —contestó alegremente Katherine—, aunque debo advertirte que tenemos una visita inesperada e intempestiva que probablemente desayunará con nosotros. Y su grosería es tal, que no tenemos por qué peinarnos ni vestirnos para recibirlo —dijo cuando Julie miró preocupada su larga bata de cama amarilla.

—¿Quién es?

—Paúl Richardson. A propósito, te advierto que piensa en ti como "Julie". Se le escapó cuando hablá­bamos por el portero eléctrico, aunque luego trató de disimularlo.

La larga conversación mantenida la noche anterior con su amiga, junto con varias horas de sueño, habían restaurado las fuerzas y el ánimo de Julie.

—Yo abriré —dijo cuando oyó sonar el timbre. Con muy poca ceremonia, Julie abrió la puerta de

un tirón, pero retrocedió sorprendida al ver que Paúl Richardson levantaba los brazos.

—¡No dispare, por favor!

—¡Qué idea tan encantadora! —replicó Julie, conteniendo una sonrisa ante el sentido del humor de ese hombre. —¿Me entrega su arma?

Richardson sonrió, observando, el pelo castaño de Julie que le caía sobre los hombros, sus ojos resplandecientes y su suave sonrisa.

—Una noche de paz y tranquilidad parece haberle hecho muchísimo bien —comentó, pero enseguida frunció el entrecejo con gesto adusto. —Sin embargo le pido que no vuelva a desaparecer así. Ya le dije que quiero saber todo el tiempo dónde está.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora