Capitulo 12

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El patrullero de Ted estaba estacionado frente a la casa de sus padres, y Carl caminaba hacia la casa, conversando con él. El Blazer azul de Carl, que insistía que ella debía llevar a Amarillo en lugar de su propio coche, menos confiable, se hallaba estacionado en el camino de entrada y Julie detuvo el suyo a su lado. Ted y Carl se volvieron a esperarla, y aun después de tantos años, ella todavía volvió a sentir un orgullo profundo y una sensación de asombro al ver lo altos y apuestos que eran sus hermanos y lo cálidos y cariñosos que seguían siendo con ella.
—¡Hola, hermana! —exclamó Ted, envolviéndola en un abrazo.
—¡Hola! —contestó ella, devolviendo el abrazo—. ¿Cómo anda el derecho? —Ted era sheriff asistente de Keaton, pero acababa de recibirse de abogado y esperaba que aprobaran su tesis para comenzar a ejercer.
—¡Progresando! —contestó él en broma—. Hoy le entregué una citación a la señora Herkowitz. Con eso me gané el día. —A pesar de su intento de humor, en su voz se notaba ese dejo de cinismo que tenía desde hacía tres años, desde el fracaso de su matrimonio con la hija del ciudadano más rico de Keaton. La experiencia le dolió y lo endureció. La familia lo sabía y lo lamentaba profundamente.
Por su parte, Carl llevaba seis meses de casado, y era todo sonrisas y optimismo. Él también la abrazó.
—Esta noche Sara no puede venir a comer, todavía no se ha repuesto del resfrío —explicó.
La luz del porche estaba encendida y Mary Mathison apareció en la puerta, con un delantal atado a la cintura. Aparte de algunas hebras grises en el pelo y el hecho de que, desde que tuvo un infarto, se tomaba la vida con más tranquilidad, seguía tan bonita, vital y cálida como siempre.
—¡Apúrense, chicos! —exclamó—. La comida se enfría.
Detrás de ella estaba el reverendo Mathison, alto y erguido; ahora usaba anteojos permanentes y tenía el pelo casi completamente gris.
—¡Apúrense! —los urgió, mientras palmeaba a los varones en la espalda y abrazaba a Julie.
A lo largo de los años, lo único que había cambiado en las comidas de la familia Mathison era que ahora Mary Mathison prefería usar el comedor y tratar esas comidas como ocasiones especiales, porque sus tres hijos eran adultos y cada uno tenía su propia casa. Pero las comidas en sí no habían cambiado;
seguían siendo una ocasión para compartir risas y experiencias, un momento para mencionar problemas y ofrecer soluciones.
—¿Cómo anda la construcción de la casa de Addleson? —le preguntó el padre de Julie a Cari.
—No muy bien. Si quieres que te confiese la verdad, me está volviendo loco. El plomero conectó el agua caliente a las canillas de agua fría, el electricista conectó la luz del porche a la instalación evacuadora, así que cuando uno decide eliminar la basura se prende la luz del porche.
Por lo general Julie era comprensiva con los problemas y tribulaciones del negocio de la construcción de su hermano, pero en ese momento la preocupación de Carl le pareció más divertida que angustiosa.
—Tranquilízate. El mayor Addleson no te hará juicio por haberte atrasado unos días en la construcción de su casa —lo calmó el reverendo Mathison—Es un hombre justo. Sabe que eres el mejor constructor de este lado de Dallas.
—Tienes razón —aceptó Cari—. Hablemos de algo más alegre. Hace semanas que andas con evasivas, Julie. Dinos: ¿te vas a casar con Greg o no?
—¡Oh! —exclamó ella—. Bueno yo... nosotros... —Toda la familia la contempló divertida mientras ella arreglaba los cubiertos a ambos lados de su plato y después movía la fuente del puré para que el dibujo quedara en el centro. Ted lanzó una carcajada y Julie se detuvo, ruborizada. Desde la infancia, cada vez que se sentía indecisa o preocupada, tenía una repentina y compulsiva necesidad de enderezar objetos y colocarlos en un orden perfecto, ya fuera el placard de su dormitorio, los armarios de la cocina o los cubiertos en la mesa. Dirigió una mirada tímida a sus hermanos.
—Supongo que sí. Algún día.
Todavía seguía pensando en el asunto cuando se separaron para regresar a sus respectivas casas. Después de despedirse de sus padres, se encaminaron hacia el Blazer de Carl.
—Sopla viento norte hacia Texas —comunicó Ted, estremeciéndose de frío—. Si llega a nevar allá arriba, te alegrarás de tener un vehículo con tracción en las cuatro ruedas. Ojalá Cari no necesitara su teléfono en la pickup. Me sentiría más tranquilo si hubiera podido dejarlo en el Blazer.
—No te preocupes por mí, estaré perfectamente bien —lo tranquilizó Julie, besándole la mejilla. Mientras se alejaba, lo miró por el espejo retrovisor. Ted estaba parado en la vereda, con las manos en los bolsillos; un hombre rubio, alto, delgado, atractivo, con una expresión fría y desesperanzada. Era la misma expresión que le había visto muchas veces desde su divorcio de Katherine Cahill. Katherine había sido la mejor amiga de Julie, y todavía seguía siéndolo, a pesar de haberse mudado a Dallas. Ni Katherine ni Ted hablaban mal uno del otro con ella, y le costaba comprender cómo dos personas a quienes quería tanto no pudieran amarse. Julie hizo a un lado ese pensamiento deprimente y consideró su viaje a Amarillo del día siguiente. Esperaba que no nevara.
—Oye, Zack —el murmullo era apenas audible—. ¿Qué vas a hacer si pasado mañana empieza a nevar, como anuncia el pronóstico del tiempo? —Dominio Sandini se inclinó desde la cama de arriba y miró al hombre tendido en la cama inferior, que tenía la mirada clavada en el cielo raso. —¿Me oíste, Zack? —agregó en un susurro algo más fuerte.
Zack dejó de pensar en su inminente huida y en los riesgos que entrañaba, volvió lentamente la cabeza y miró a su compañero de celda de la Penitenciaría Estatal de Amarillo, un hombre delgado, de piel color oliva y unos treinta años, que conocía sus planes de huida porque participaba en ellos. El tío de Dominio jugaba una parte importantísima en esos planes. Era un levantador de apuestas retirado, de acuerdo con la información de la biblioteca de la cárcel, con supuestas conexiones en la Mafia de Las Vegas. Zack le había pagado una verdadera fortuna a Enrico Sandini para que le allanara el camino una vez que lograra huir. Y lo hizo basándose en la recomendación de Dominio, quien aseguraba que su tío era "un hombre honorable". Sin embargo, trascurrirían algunas horas antes de que supiera si el dinero que le pidió a Matt Farrell que transfiriera a la cuenta bancaria de Sandini en Suiza le serviría para algo.
—No te preocupes. Yo me encargaré de todo —dijo, en respuesta a la pregunta de Dominio.
—Bueno, cuando te "encargues de todo" no te olvides que me debes diez dólares. ¿Lo recuerdas?
—Te lo pagaré cuando salga de aquí—aseguró Zack. Y por si alguien escuchaba, agregó: —Algún día.
Con una sonrisa conspiradora, Sandini se recostó en su camastro y comenzó a leer la carta que acababa de recibir ese día.
Diez malditos dólares... pensó Zack sombríamente, recordando los tiempos en que daba propinas de diez dólares a botones y a mensajeros con tanta indiferencia como si se tratara de dinero falso. Pero en ese infierno donde había vivido los últimos cinco años, la gente asesinaba por diez dólares. Allí con diez dólares se podía comprar todo lo que estuviera disponible, desde un paquete de cigarrillos de marihuana o un puñado de sedantes o excitantes, hasta revistas dedicadas a toda clase de perversidades. Ésos eran algunos de los pequeños "lujos" que se podían comprar allí. Por lo general, Zack trataba de no pensar en su forma de vida anterior; si lo hacía, esa celda de tres metros por cuatro con un lavatorio, un inodoro y dos camastros superpuestos le resultaba aún más insoportable, pero en ese momento, después de haber decidido que huiría o moriría en el intento, quería recordar. Esos recuerdos reforzarían su resolución, a pesar de los riesgos y el costo que implicaba. Quería recordar la furia que sintió el primer día cuando la puerta de la celda se cerró tras él, y al día siguiente cuando una pandilla de hombrones lo rodearon en el patio de la prisión y se burlaron de él.
  "Ven, actorcito de cine, enséñanos cómo ganaste todas esas peleas en las películas."
Una furia ciega e irracional lo impulsó a atacar al más grandote del grupo; furia y un oscuro deseo de terminar allí mismo y ahora con su vida, lo más rápido posible, pero no antes de infligirle dolor a ese hombre que pretendía atormentarlo. Y así lo hizo. Zack estaba en buen estado físico, y los movimientos que había aprendido para sus falsas peleas en los, papeles de "malo" del cine no fueron en vano. Cuando la pelea terminó, Zack tenía tres costillas rotas y un riñon afectado, pero su oponente estaba muchísimo peor.
Su triunfo le valió una semana de encarcelamiento solitario, pero después de eso nadie volvió a burlarse de él. Se corrió la voz de que era un loco, y nadie se interponía en su camino. Después de todo, era un asesino convicto, no un ladronzuelo cualquiera. Y eso también le valió que lo trataran con cierto respeto. Demoró tres años en comprender que el camino más fácil era el buen comportamiento, que implicaba aceptar el juego como un buen soldadito. Y lo hizo, y hasta llegó a tomarles cierta simpatía a algunos convictos, pero en todos esos años nunca conoció un instante de paz. Sólo hubiera tenido paz aceptando su destino, pero nunca, ni por un instante en tantos años de encarcelamiento, pudo hacer lo que los demás le aconsejaban: aceptar su confinamiento. Eso era algo que no haría jamás. Aprendió a plegarse al juego y simular que se había "adaptado", pero la verdad era justamente lo contrario. La verdad era que cada mañana, cuando abría los ojos, comenzaba su batalla interior y continuaba hasta que por fin se volvía a quedar dormido. Tenía que salir de allí antes de volverse loco. Su plan era sólido: todos los miércoles, Hadley, el director de la cárcel que la manejaría como si se tratara de algo propio, asistía a una reunión comunitaria en Amarillo; Zack era su chofer, y Sandini su mandadero. Ese día era miércoles y todo lo que Zack necesitaba para huir lo estaba esperando en Amarillo, pero a último momento Hadley le comunicó que la reunión se había suspendido hasta el viernes. Zack apretó los dientes. Si no fuera por esa demora, ya estaría en libertad. O muerto. Ahora tendría que esperar dos días más para llevar a Cabo su intento de huida, y no sabía si sería capaz de soportar tanta tensión.
Cerró los ojos y repasó el plan. Estaba lleno de escollos, pero Dominic Sandini era confiable, de manera que contaba con ayuda dentro de la cárcel. Se suponía que todo lo del exterior había sido cubierto por Enrico Sandini: dinero, transporte y una nueva identidad. A partir de allí, el resto dependía de Zack. En ese momento lo que más le preocupaba era todo lo que no podía predecir con exactitud, como el estado del tiempo y la ubicación de las posibles barricadas de los caminos. A pesar de sus cuidadosos planes, podían suceder mil cosas pequeñas, provocando un efecto dominó capaz de producir el colapso de todo el plan de huida. El riesgo era enorme, pero no importaba. No, en realidad no importaba. Sólo tenía dos opciones: quedarse en ese agujero infernal y permitir que destruyeran lo que quedaba de su mente y su cordura, o huir, arriesgándose a que lo balearan al tratar de capturarlo. En lo que a él se refería, era mil veces preferible morir que pudrirse allí dentro.
Aun en el caso de que lograra escapar, sabía que nunca dejarían de perseguirlo. Durante el resto de su vida —una vida probablemente muy corta— jamás podría relajarse ni dejar de mirar por sobre el hombro, en cualquier parte del mundo donde estuviera. ¿Valía la pena? ¡Vaya si valía la pena!
—¡Dios Santo! —La exuberante exclamación de Sandini sacó a Zack de los pensamientos de su huida. —¡Se casa Gina! —Agitó la carta que había estado leyendo, y cuando Zack lo miró con cara inexpresiva, lo repitió en voz más alta. —¿Oíste lo que dije, Zack? ¡Mi hermana Gina se casa dentro de dos semanas! Se casa con Guido Dorelli.
—Me parece una elección acertada —contestó Zack—, considerando que fue quien la embarazó.
—Sí, pero como ya te dije, mamá no estaba dispuesta a permitir que se casara con él.
—Porque Guido es un tiburón solitario —supuso Zack después de recordar durante algunos instantes lo que sabía del novio.
—¡No! Es decir, un tipo tiene que ganarse la vida.
Eso mamá lo comprende. Guido le presta dinero a gente que lo necesita, eso es todo.
—Y si no se lo pueden devolver les rompe las piernas.
Al ver la expresión de Sandini, Zack lamentó de inmediato su sarcasmo. A pesar de que Sandini había robado veintiséis automóviles y sufrido dieciséis arrestos antes de cumplir veintiocho años, había algo muy querible e infantil en ese pequeño italiano flaco. Lo mismo que Zack, gozaba de algunas prerrogativas por buen comportamiento, pero sólo faltaban cuatro semanas para que finalizara su condena. Sandini era un verdadero gallito, siempre dispuesto a pelear, y sentía una intensa lealtad hacia Zack, cuyas películas le encantaban. Tenía una familia enorme y muy particular que lo visitaba con regularidad en la cárcel. Cuando se enteraron de que Zack era su compañero de celda, al principio quedaron intimidados, pero al descubrir que nunca recibía visitas, olvidaron quién era y lo adoptaron como si fuera un pariente más. Zack prefería que lo dejaran solo y en paz, y lo demostró con claridad ignorándolos por completo. Fue un esfuerzo inútil. Cuanto más intentaba evadirlos, con más insistencia lo rodeaban formando un grupo cariñoso y alegre. Antes de que Zack se diera cuenta de lo que había sucedido, empezó a recibir besos rotundos de mamá Sandini y de las hermanas y primas de Dominio. Chiquitos de manos pegajosas y sonrisas llenas de amor se le sentaban en las rodillas, mientras las madres conversaban sobre los asuntos de la enorme familia de Dominic, y Zack hacía esfuerzos sobrehumanos por recordar los nombres de todos mientras mantenía la mirada alerta para tratar de esquivar los caramelos que los chiquitos tenían en las manos y que de todos modos siempre terminaban pegados a su pelo. Sentado en un banco del patio atestado de la cárcel, vio a un bebito regordete de la familia Sandini que daba sus primeros pasos, y que le tendió las manos en busca de ayuda, en lugar de recurrir para ello a alguno de sus múltiples parientes.
La familia de Dominic lo envolvía en su calidez, y cuando se iban, dos veces por mes, le mandaban salames grasosos envueltos en papel marrón, lo mismo que a Dominic. Y aunque el salame le resultaba indigesto, Zack siempre comía un poco, y cuando las primas Sandini empezaron a escribirle y a pedirle autógrafos, Zack siempre les contestaba. Mamá Sandini le enviaba tarjetas para sus cumpleaños, y lo retaba por ser demasiado flaco. Y en las pocas ocasiones en que Zack tuvo ganas de reír, invariablemente la causa fue Sandini. De alguna extraña manera, se sentía más cerca de Sandini y de su familia de lo que jamás se había sentido de la suya.
Tratando de arreglar el comentario duro que acababa de hacer acerca del futuro cuñado de Sandini, Zack dijo con aire solemne.
—Pensándolo bien, los bancos hacen lo mismo. Cuando la gente no puede pagar, arrojan a la calle a las viudas y a los huérfanos.
—¡Exactamente! —exclamó Sandini, asintiendo y recuperando su buen humor.
Zack comprendió que era un alivio poder hacer a un lado sus angustiosas preocupaciones sobre las eventualidades que podían presentarse en su plan de huida y que eran imposibles de controlar, así que decidió continuar con el tema de la noticia que Sandini acababa de recibir.
—Si tu madre no objetaba la profesión de Guido ni sus entradas en la cárcel, ¿por qué se oponía a que Gina se casara con él?
—Ya te lo dije, Zack —contestó Sandini—. Guido ya ha estado casado, por la iglesia, y ahora] está divorciado, así que está excomulgado,       
—Tienes razón, me había olvidado —dijo Zack
haciendo un esfuerzo por no sonreír.
Sandini volvió a enfrascarse en su carta.
—Gina te manda cariños. Mamá también. Mamá dice que no le escribes bastante y que no comes bastante.
   Zack miró el reloj pulsera de plástico que le permitían usar y se puso de pie.
—Vamos, Sandini. Es hora de otro recuento de prisioneros.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora