Capitulo 3

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El ómnibus del colegio se detuvo ante la cálida casa de estilo Victoriano que Julie se había permitido considerar su casa durante los tres meses de su vida con los Mathison.

—Aquí estás, Julie —dijo el bondadoso chofer, pero cuando Julie bajó, ninguno de sus nuevos ami­gos se despidió de ella como generalmente lo hacían. El silencio frío y lleno de sospechas que la rodeaba la llenó de terror al poner sus pies sobre la vereda cubierta de nieve. Una suma de dinero, reunida por los alumnos de la clase de Julie para pagar los almuerzos de la semana, había sido robada del escri­torio de la maestra. Todos los chicos de la clase fue­ron interrogados al respecto, pero fue Julie quien se había quedado en el aula durante el recreo para dar los toques finales a su deber de geografía. Julie era la principal sospechosa, no sólo por haber contado con la perfecta oportunidad para robar el dinero, sino por ser la recién llegada, la de afuera, la chica que venía de la gran ciudad llena de maldad; y como en su clase nunca había sucedido nada semejante, a los ojos de todos ya era culpable. Esa tarde, mientras esperaba fuera de la oficina del director, oyó que el señor Duncan le decía a su secretaria que tendría que llamar al reverendo Mathison y a su señora para decirles lo del dinero robado. Y sin duda lo había hecho, porque el auto del reverendo Mathison estaba en el camino de entrada de la casa, y por lo general él nunca llegaba tan temprano.

Al llegar a la entrada de la cerca de madera que rodeaba el jardín, Julie se quedó parada, mirando la casa, y le temblaron las rodillas al pensar que podían echarla de allí. El matrimonio Mathison le había dado un cuarto propio, con cama con dosel y una colcha floreada, pero no iba a extrañar eso tanto como extrañaría los abrazos. Y las risas. Y las voces hermosas de todos. De solo pensar que no volvería a oír a James Mathison diciéndole "Buenas noches, Julie, no olvides de rezar tus oraciones, querida", tenía ganas de arrojarse de boca sobre la nieve y llo­rar como un bebé. ¿Y cómo iba a seguir viviendo sin oír a Carl y a Ted, a quienes ya consideraba sus her­manos mayores, llamándola para que jugara con ellos o para que los acompañara al cine? Nunca más volvería a ir a la iglesia con su nueva familia, ni se sentaría en el primer banco para escuchar al reveren­do Mathison hablar con suavidad "del Señor", mien­tras toda la congregación escuchaba en respetuoso silencio lo que él decía. Al principio esa parte de su nueva vida no le gustó; los servicios religiosos le parecían interminables y los bancos eran duros como la piedra, pero luego empezó a escuchar lo que decía el reverendo Mathison. Y después de un par de semanas, casi empezó a creer que realmente existía un Dios bueno y lleno de amor, que cuidaba de todo el mundo, hasta de chiquilinas de porquería como Julie Smith. Y mientras permanecía parada en la nieve, Julie murmuró:

—¡Por favor! —dirigiéndose al Dios del reveren­do Mathison, aunque supiera que eso no serviría de nada.

Debí haber sabido que esto era demasiado bueno para que durara, comprendió Julie con amargura y las lágrimas contra las que había estado luchando le empañaron la vista. Por un momento se permitió esperar que le dieran una buena tunda en lugar de mandarla de vuelta a Chicago, pero sabía que no sería así. En primer lugar sus padres adoptivos consi­deraban que no convenía pegarle a un niño, pero en cambio creían que robar y mentir eran graves ofen­sas, totalmente inaceptables a los ojos "del Señor" y a los de ellos mismos. Julie les prometió que no haría ninguna de las dos cosas, y ambos habían confiado plenamente en ella.

La correa de su nueva mochila de nailon se le des­lizó del hombro izquierdo y la mochila cayó a la nieve, pero Julie se sentía demasiado desgraciada para que le importara. Arrastrándola por la otra correa, se encaminó aterrorizada hacia la casa y empezó a subir los escalones del porche.

Enfriándose sobre la mesada de la cocina había una bandeja de bizcochos de chocolate, los favoritos de Julie. Normalmente el aroma exquisito de las tortas recién horneadas le hacía agua la boca; en cambio ese día le dio ganas de vomitar, porque Mary Mathison nunca volvería a hacerlas especial­mente para ella. La cocina se hallaba desierta, y una mirada al living le confirmó que también estaba vacío, pero alcanzó a oír que sus hermanos salían del dormitorio que compartían en el otro extremo del vestíbulo. Con manos temblorosas, Julie colgó la correa de la mochila donde llevaba los libros de uno de los ganchos que había junto a la puerta de la cocina; después se sacó la campera acolchada, la colgó y se encaminó hacia el dormitorio de los muchachos.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora