62

40 5 0
                                    


Durante las semanas siguientes, Julie consiguió sobrevivir de la única manera que sabía: desterró por completo de su vida el televisor y la radio, se enfrascó

en el trabajo y en una docena de actividades cívicas y religiosas, y se mantuvo en permanente actividad hasta que, por la noche, caía extenuada en la cama. En Keaton nadie dudaba de los motivos que la llevaban a desarrollar una actividad tan frenética, pero a medida que transcurrían los días, las miradas subrep­ticias y compasivas eran cada vez menos frecuentes y nadie fue nunca lo bastante tonto o desalmado como para felicitarla por su valentía de haber entregado a la policía al hombre a quien amaba.

Los días se convirtieron en semanas que transcu­rrían confusas, en medio de una actividad febril, pero lentamente, muy lentamente, Julie empezó a recuperar otra vez el equilibrio. Algunos días llegaban a pasar cuatro o cinco horas sin que pensara en Zack, había noches en que antes de dormirse no releía la única carta que le había escrito, y amaneceres en que no permanecía despierta, con la mirada fija en el cielo raso, recordando lo que él le decía mientras le hacía el amor.

Paúl pasaba todos los fines de semana en Keaton. Al principio se alojaba en el motel del pueblo, y luego, por invitación del matrimonio Mathison, en la casa de ellos. En vista de eso, todo el pueblo empezó a comentar que el agente del fbi que había llegado a Keaton para arrestar a Julie Mathison se había enamorado de ella. Pero Julie se negaba a considerar esa posibilidad. Lo hacía porque enfrentarla la obli­garía a decirle a Paúl que estaba perdiendo el tiempo, y quería seguir viéndolo. Tenía que seguir viéndolo, porque Paúl la hacía reír. Y porque al verlo, recordaba a Zack. Así que empezaron a salir los cuatro, ellos dos y Ted y Katherine, y a la noche él la acompañaba hasta su casa y se despedía con un beso, cada vez más ardiente. Durante el sexto fin de semana que pasó en Keaton, la paciencia de Paúl empezó a flaquear. Habían ido los cuatro a un cine, y después Julie los invitó a tomar café en su casa. Cuando Ted y Katherine se fueron, Paúl tomó las manos de Julie y la obligó a ponerse de pie.

—He pasado un fin de semana maravilloso —dijo. Ella sonrió y su rostro se suavizó. —Me encanta que me sonrías —susurró Paúl—. Y para asegurarme de que sonreirás cada vez que me recuerdes, te traje algo. —Metió la mano en el bolsillo, del que sacó una cajita chata, forrada en terciopelo. Se la entregó y se quedó mirándola mientras la abría. Era un pequeño payaso de oro con ojos de zafiros, que col­gaba de una cadena hermosa y larga. Cuando Julie movió la cadena, notó que los brazos y piernas del payaso se movían, y rió.

—Es precioso —dijo—, y cómico.

—Muy bien. Te propongo que te saques esa cadena que tienes puesta y te lo pruebes —dijo Paúl refirién­dose a la delgada cadena que Julie usaba debajo de la blusa. Julie levantó una mano para cubrirla, pero era demasiado tarde. Paúl ya la había sacado, poniendo al descubierto el anillo que Zack tenía en el bolsillo en el aeropuerto de ciudad de México.

Paúl lanzó una maldición en voz baja y la tomó de los hombros.

—¿Por qué? —preguntó, haciendo un esfuerzo evidente para no zamarrearla—. ¿Por qué te torturas usando esto? ¡Hiciste lo correcto al entregarlo!

—Lo sé —contestó Julie.

—Entonces no sigas pensando en él, ¡maldito sea! Está en la cárcel y allí seguirá durante el resto de su vida. Tú tienes tu propia vida, una vida que debería ser plena, con un marido e hijos. Lo que te hace falta —dijo, y su voz se suavizó mientras deslizaba las manos por los brazos de Julie— es acostarte con un hombre que te haga olvidar lo que viviste con él. Yo sé que se acostaron, Julie —dijo al ver que ella lo miraba sobresaltada—. Y no me importa.

Ella levantó el mentón y contestó con tranquila dignidad.

—Cuando deje de importarme a mí, estaré lista para alguien más. Pero no antes.

Entre frustrado y divertido. Paúl le acarició el mentón con el pulgar.

—¡Dios, qué cabeza dura eres! ¿Qué harías —dijo en tono de broma— si yo me fuera a Dallas y no vol­viera?

—Te extrañaría muchísimo.

—Y supongo que crees que por ahora me confor­maré con eso —comentó irritado, porque sabía que era así.

Antes de contestar, Julie sonrió y asintió.

—Sí, porque te enloquece como cocina mamá. Riendo, Paúl la tomó en sus brazos.

—Me enloqueces. Nos veremos el fin de semana que viene.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora