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El olor nostálgico de la plastilina asaltó a Zack mientras caminaba con lentitud por el corredor desierto hacia la única aula iluminada. A medida que se acercaba empezó a oír risas femeninas; al llegar se detuvo a la entrada, sin que nadie notara su presencia, y contempló los pupitres ocupados por siete mujeres. Julie se hallaba apoyada contra el escritorio, rodeada por pizarrones cubiertos de dibujos infantiles y por gigantescas letras del abecedario distribuidas por la clase. Ya estaba vestida para la comida que esa noche seguiría al ensayo de la ceremonia, y tenía el pelo sujeto por un moño que le daba un aspecto sorprendentemente sofisticado. Zack la estaba admirando cuando ella levantó los ojos y lo vio.

—Llegas justo a tiempo —dijo, sonriéndole—. Hemos terminado la clase y nos estábamos dedicando a los recuerdos y haciendo nuestra propia fiesta de despedida. —Mientras hablaba señaló con la cabeza la torta y los vasos de papel que había sobre el escri­torio. Luego le tendió la mano. Se volvió hacia sus alumnas y explicó: —Zack ha venido esta noche porque tenía muchas ganas de conocerlas antes de que nos fuéramos. —Siete pares de ojos lo estudiaron con toda una gama de expresiones que iban desde inquietud hasta el temor casi reverente. —Pauline —dijo Julie—quiero presentarte a mi novio. Zack, ésta es Pauline Perkins...

A la segunda presentación Zack se dio cuenta de que Julie trataba de dar la impresión de que el honor de esa presentación era de Zack, no de sus alumnas. Lo logró sencillamente haciéndole algún comentario sobre cada una de ellas, y Zack notó que las tensiones comenzaron a disiparse y asomaron las sonrisas.

Impresionado por el tacto de su novia, después de estrechar la mano de la última alumna se enderezó y permaneció junto a Julie. El instante de incómodo silencio de repente fue quebrado por una joven de veintitantos años que tenía un bebé sobre el pupitre, y a quien Julie había presentado como Rosalie Silmet.

—¿No le gustaría... una tajada de torta? —pre­guntó, nerviosa pero decidida.

—Jamás rechazo un pedazo de torta —mintió Zack con una sonrisa que la tranquilizó. Luego se volvió hacia el escritorio y se cortó una tajada.

—La hice yo misma —explicó Rosalie. Zack se volvía con la tajada de torta de chocolate en la mano cuando notó que Julie le decía en silencio, solo moviendo los labios:

—¿Cómo?

—Yo... —comenzó a responder la mujer, endere­zando los delgados hombros—. ¡Leí la receta! —Lo declaró con tanto orgullo que Zack sintió un extraño cosquilleo dentro del pecho. —Y Peggy nos trajo en auto —agregó, señalando con la cabeza a la mujer llamada Peggy Lindstrom—. ¡Y mientras pasábamos, iba leyendo en voz alta los nombres de todas las calles!

—¡Eso a él no le importa! —exclamó Peggy Lind­strom, ruborizándose intensamente—. Cualquiera puede leer los nombres de las calles.

—No cualquiera —se oyó decir Zack, sorprendido, porque en ese momento, al mirar a esas mujeres de expresión ansiosa, habría hecho cualquier cosa con tal que se retiraran de allí sintiéndose especiales—. Julie me contó que pasó mucho tiempo antes de aprender a leer.

—¿Le dijo eso? —preguntó una de ellas, sorpren­dida de que Julie hubiera sido capaz de hacer esa confesión.

Zack asintió.

—Y yo la admiré enormemente por haber tenido el coraje de modificar esa situación. —Miró a Peggy Lindstrom y agregó con una sonrisa: —Cuando usted aprenda a leer mapas, ¿me enseñará a hacerlo? Yo me siento perdido en cuanto alguien abre un mapa. —Alguien lanzó una risita. —¿Quién trajo el ponche? —preguntó Zack.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora