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Siguiendo las instrucciones que le dio el empleado de la agencia de alquiler de automóviles del pequeño aeropuerto de Ridgemont, a Julie no le costó encontrar la casa natal de Zack. En lo alto de una colina que se alzaba sobre un pequeño y pintoresco valle se erguía la mansión estilo Tudor donde todavía vivía Margareth Stanhope. Al ver los pilares de ladrillo que marcaban la entrada al parque, Julie salió de la ruta y dobló a la izquierda. Mientras recorría el ancho camino flanqueado por árboles que conducía a lo alto de la colina, recordó lo que Zack le había dicho acerca del día que abandonó ese lugar: "En ese momento fui definitivamente repudiado. Entregué las llaves de mi auto y bajé caminando hasta la ruta". Fue una larga caminata, pensó Julie con una aguda sensación de nostalgia, mientras miraba a su alrededor, tratando de imaginar lo que él habría visto y sentido ese día.

Después de la última curva, al llegar a lo alto de la colina, el camino se ensanchaba y se internaba en un parque de césped prolijamente cortado, con

árboles gigantescos, ahora desnudos de hojas. La casa de piedra tenía un aire tan austero que Julie se sintió inquieta cuando detuvo el auto frente a los escalones de entrada. No se había anunciado por anticipado porque no quiso explicar por teléfono el motivo de su visita, ni quiso darle a la abuela de Zack la oportunidad de negarse a recibirla. Por experiencia propia sabía que era mejor tratar perso­nalmente los asuntos delicados. Tomó la cartera y los guantes, bajó del auto y se detuvo un instante a mirar la mansión. Allí creció Zack y la casa parecía haber dejado una marca en su personalidad; en cierta forma se parecía a él: era formidable, orgullosa, sólida, impresionante.

Eso la hizo sentirse mejor, más valiente, y subió los escalones hacia la ancha puerta de entrada. Debió sobreponerse al inexplicable presentimiento trágico que en ese momento hizo presa de ella, y se recordó que estaba allí en una "misión de paz" ya demasiado demorada. Entonces levantó el pesado llamador de bronce.

Abrió la puerta un anciano mayordomo encorvado que vestía traje oscuro y corbata moñito.

—Soy Julie Mathison —informó ella—. Me gustaría ver a la señora Stanhope. —Al oír el nombre de Julie, el anciano levantó las blancas cejas, pero enseguida recobró la compostura y retrocedió para dejarla pasar a un oscuro vestíbulo con piso de pizarra verde.

—Veré si la señora Stanhope puede recibirla. Espere aquí —dijo, señalando una silla antigua de respaldo recto que había junto a una mesa. Julie se sentó, con la cartera sobre la falda, y en ese vestíbulo tan formal y poco acogedor tuvo la sensación de ser una especie de mendiga; se le ocurrió que debía de ser algo intencional, para que los visitantes no invitados se sintieran así. Se volvió, nerviosa al ver regresar al mayordomo.

—La señora le concederá exactamente cinco minutos —anunció.

Julie se negó a dejarse atemorizar por un principio tan poco prometedor y lo siguió por el amplio vestíbulo hasta una puerta, donde el anciano se detuvo para darle paso. En la habitación había un enorme hogar de piedra encendido y el piso de madera oscura estaba cubierto por una alfombra oriental. Había un par de sillones de respaldo alto frente a la chimenea, y al no ver a nadie en el sofá o en ninguna otra silla, Julie supuso erróneamente que estaba sola. Se acercó a una mesa cubierta de fotografías con marco de plata, con la intención de estudiar los rostros de los fami­liares y antepasados de Zack y notó que él no había exagerado: se parecía notablemente a otros hombres de su familia. En ese momento, a sus espaldas resonó una voz aguda.

—Acaba de desperdiciar uno de sus cinco minutos, señorita Mathison.

Julie se volvió sorprendida y se acercó a los sillones de alto respaldo situados frente a la chimenea. Allí la esperaba su segunda sorpresa, porque la anciana que en ese momento se ponía de pie, apoyándose en un bastón de mango de plata, no era la viejita diminuta que esperaba ver. En cambio, la abuela de Zack era más alta que ella, y cuando terminó de erguirse su postura era tan rígida como pétrea y atemorizante era su expresión.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora