51

73 7 0
                                    


Julie arrojó una valija pequeña sobre el asiento trasero de su coche, miró su reloj para asegurarse de tener tiempo de sobra para alcanzar su vuelo de mediodía, y volvió a entrar en la casa. Mien­tras colocaba los platos en el lava vajilla, sonó el teléfono.

—¡Hola, preciosa! —dijo Paúl Richardson, con un voz a la vez cálida y cortante, que Julie consideró una extraña combinación—. Ya sé que te llamo a último momento, pero me encantaría verte este fin de semana. Podría volar desde Dallas y llevarte a comer mañana a la noche para celebrar el día de San Valentín. Mejor aún, ¿por que no vuelas tú a Dallas, así cocino yo?

Julie ya había decidido que, si la estaban vigilando, un viaje inocente como el que pensaba hacer ese fin de semana ayudaría a engañar a sus sabuesos, que tal vez bajarían la guardia.

—No puedo, Paúl, dentro de media hora salgo para el aeropuerto.

—¿Adonde vas?

—¿Es una pregunta oficial?

—¿No te parece que si fuera oficial te la estaría haciendo personalmente?

La instintiva simpatía y confianza que Paúl le inspiraba estaban en pugna con las advertencias de Zack, pero hasta que subiera al auto para alejarse definitivamente de Keaton, le pareció mejor atenerse estrictamente a la verdad.

—No estoy tan segura —admitió.

—¿Qué puedo hacer para lograr que confíes en mí, Julie?

—¿Renunciar a tu trabajo, quizás?

—Tiene que haber una manera más fácil.

—Todavía me quedan algunas cosas que hacer antes de salir para el aeropuerto. Te propongo que hablemos de esto a mi regreso.

—¿Desde dónde y cuándo?

—Voy a visitar a la abuela de un amigo, en una pequeña ciudad de Pennsylvania... Ridgemont, para ser exacta. Estaré de vuelta mañana a la tarde.

—Bueno —contestó Paúl, suspirando—. Té lla­maré la semana que viene para que nos veamos.

—Está bien —contestó Julie, distraída mientras echaba detergente en el lava vajilla.

Cuando, desde su oficina. Paúl Richardson cortó la comunicación, hizo un segundo llamado. Ante su pregunta, una voz de mujer le contestó:

—Señor Richardson, Julie Mathison tiene reservas para viajar desde Dallas, vía Filadelfia, hasta Ridge­mont, Pennsylvania. ¿Necesita algún otro dato?

—No —contestó Paúl con un suspiro de alivio. Se puso de pie, caminó hasta la ventana y contempló el tránsito que pasaba por la calle.

—¿Y? —preguntó Dave Ingram, que en ese momento entraba desde la oficina vecina—. ¿Qué dijo con respecto a la valija que metió en el auto?

—¡La verdad, maldito sea! Me dijola verdad porque no tiene nada que ocultar.

—¡No digas tonterías! Estás olvidando ese llamado de Sudamérica que esperó la otra noche en el colegio. Paúl se volvió, sobresaltado.

—¿De Sudamérica? ¿Entonces pudiste rastrearlo?

—Sí, hace cinco minutos. La llamada fue hecha desde el conmutador de un hotel de Santa Lucía del Mar.

—¡Benedict! —exclamó Paúl, apretando los dien­tes—. ¿Bajo qué nombre se registró?

—José Feliciano —contestó Ingram—. Ese hijo de puta arrogante se registró como José Feliciano.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora