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—Ajústese el cinturón y rece —bromeó el piloto por el intercomunicador, y el Lear comenzó el descenso en pleno anochecer, rumbo a la pista de cemento—. Si esa pista tuviera quince centímetros menos no podríamos aterrizar, y si estuviera más oscuro ten­dríamos que aterrizar en Dallas. Por lo visto, de noche no iluminan esta vereda. A propósito, su taxi lo espera.

Sin apartar la mirada de los videos de Julie, que había llevado consigo para volver a verlos en el avión, Zack se puso el cinturón de seguridad. Pero pocos instantes después levantó la vista sobresaltado cuando el piloto clavó los frenos en el momento en que el avión tocó la pista y el elegante avión carreteó con un chirrido de neumáticos. Por fin se detuvo a pocos centímetros del final de la pista.

—Después de dos aterrizajes en esta pista, el señor Farrell necesitará nuevos frenos —dijo el piloto, con voz algo temblorosa y un tono de profundo alivio—. ¿Qué planes tiene para esta noche, señor Benedict? ¿Quiere que me registre en un motel o que regrese a la Costa Oeste?

Zack estiró la mano hacia el botón del intercomu­nicador, situado en la consola entre ambos asientos, pero de repente vaciló y enfrentó la realidad que había tratado de ignorar durante todo el viaje. Ignoraba si ahora Julie no lo odiaría más de lo que en una época lo había amado. No sabía cómo lo iba a recibir ni cuánto tardaría en convencerla de que regresara con él a California, si es que lograba con­vencerla.

—Regístrese en un motel por esta noche, Steve. Enviaré el taxi de regreso a buscarlo.

El piloto todavía estaba apagando los motores cuando Zack bajó presuroso por la escalerilla del avión. El conductor del taxi se hallaba de pie junto a la puerta abierta del vehículo, luciendo un ridículo y poco auténtico uniforme de la Guerra Civil, supo­niendo que fuera eso lo que pretendía ser.

—¿Sabe dónde vive Julie Mathison? —preguntó al subir al auto—. Si no lo sabe tengo que encontrar una guía. Olvidé traer la dirección.

—¡Por supuesto que sé dónde vive! —contestó el conductor, mirando a Zack con los ojos entrecerra­dos. Al reconocerlo, su expresión se tornó feroz. Subió al auto y cerró la puerta con fuerza innecesa­ria. —¿Por casualidad usted se llama Benedict? —preguntó algunos minutos después, mientras pasa­ban frente a la escuela primaria y se internaban en un distrito agradable que se erigía alrededor del edi­ficio de tribunales, con tiendas y restaurantes alrede­dor de una plaza.

Zack estaba distraído mirando el pueblo donde había crecido Julie.

—Sí.

A un kilómetro de distancia, el taxi se detuvo frente a una prolija casa de una planta con un jardín inmaculado y grandes árboles de copa, y Zack sintió que su corazón comenzaba a latir con nerviosa expectativa mientras metía la mano en el bolsillo en busca de dinero.

—¿Cuánto le debo?

—Cincuenta dólares.

—¡Usted debe estar bromeando!

—Para cualquier otro, este viaje vale cinco dólares. A un desgraciado como usted le cuesta cincuenta. Y ahora, si quiere que lo lleve adonde está Julie, en lugar de dejarlo aquí, donde no está, le costará setenta y cinco.

Presa de una mezcla de enojo, sorpresa y tensión, Zack ignoró la opinión que el individuo tenía de él y volvió a subir al taxi.

—¿Dónde está?

—En la escuela secundaria, donde se encarga del ensayo de una obra de teatro.

Zack recordó que había pasado frente a la escuela secundaria cuya playa de estacionamiento estaba atestada de automóviles. Vaciló, desesperado por verla, por aclarar las cosas, por abrazarla, si ella se lo permitía.

—¿Por casualidad también sabe cuánto tiempo estará allí? —preguntó con sarcasmo.

—El ensayo puede durar toda la noche —dijo por puro rencor Hermán, el chofer.

—En ese caso, lléveme hasta allí. El chofer asintió y arrancó el auto.

—No veo por qué tiene tanto apuro por verla ahora —dijo, dirigiendo una mirada asesina a Zack por el espejo retrovisor—. Después de haberla secues­trado y llevado a Colorado, la dejó sola durante todo este tiempo para que enfrentara sin ayuda a los perio­distas y a la policía. Y cuando salió de la cárcel tampoco vino a verla. Ha estado demasiado ocupado con sus mujeres elegantes y sus fiestas para pensar en una chica dulce como Julie, que en su vida ha hecho mal a nadie. ¡La avergonzó delante de todo el mundo, delante de todo este pueblo! La gente que no es de Keaton la odia porque hizo lo correcto allá en México, aunque después resultó que era lo incorrecto. ¡Espero —dijo con tono vengativo en el momento en que detenía el auto frente a las puertas de la escuela secundaria— que le pinche un ojo cuando lo vea! Si yo fuera el padre de Julie, en cuanto me enterara de que usted está en el pueblo, tomaría la escopeta y saldría a buscarlo. Y espero que el reverendo Mathison lo haga.

—Tal vez se cumplan todos sus deseos —dijo Zack en voz baja, sacando un billete de cien dólares del bolsillo y entregándoselo—. Vuelva al aeropuerto a buscar a mi piloto. Como él no es ningún desgra­ciado, supongo que otros veinticinco dólares bastarán para pagar el viaje.

Algo en la voz de Zack hizo vacilar a Hermán, quien se volvió a mirarlo.

—¿Piensa hacer las paces con Julie? ¿Por eso ha venido?

—Lo voy a intentar. Toda la hostilidad de Hermán se desvaneció.

—Su piloto tendrá que esperar unos minutos. No me puedo perder esto. Además, quizás usted necesite un amigo en medio de esa multitud.

Zack no lo oyó porque ya caminaba hacia el cole­gio. Al entrar siguió la dirección del ruido que llegaba desde el otro lado de las puertas dobles, en el extremo del corredor.

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Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora