Prologo

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Margaret Stanhope estaba de pie en las puertas que daban a la terraza. Sus facciones aristocráticas eran una máscara gélida mientras observaba al mucamo que en ese momento pasaba una bandeja de bebidas a sus nietos, quienes acababan de regresar de distintos colegios privados, para pasar allí las vacaciones de verano. Más allá de la terraza, en el valle, era claramente visible la ciudad de Ridgemont, Pennsylvania, con sus calles serpenteantes flanquea­das de árboles, su prolijo parque, la agradable zona comercial y, hacia la derecha, el Club de Campo. Exactamente en el centro de Ridgemont había una serie de edificios de ladrillo; eran las Industrias Stanhope, la empresa directa o indirectamente responsable de la prosperidad económica de casi todas las familias que vivían en el lugar. Como la mayoría de las ciudades pequeñas, Ridgemont poseía una rígida jerarquía social, y la familia Stanhope ocupaba el pináculo de esa estructura, así como la mansión Stanhope se erigía sobre la colina más alta de la zona. Sin embargo, ese día Margaret Stanhope estaba lejos de pensar en el paisaje que se divisaba desde su terraza, ni en el elevado nivel social que poseía desde su nacimiento y que aumentó con su casamiento; sólo podía pensar en el golpe que se disponía a ases­tar a sus tres odiosos nietos. Alex, el menor, de dieciséis años, notó que los miraba y, a regañadientes, tomó una taza de té helado de la bandeja que le ofre­cía el mucamo, en lugar de la copa de champaña que hubiera preferido. Alex y su hermana son idénticos, pensó Margaret con desprecio, mientras los estudia­ba. Ambos eran malcriados, promiscuos e irrespon­sables; bebían demasiado, gastaban demasiado y jugaban demasiado; no eran más que chiquilines consentidos que ignoraban por completo lo que era la autodisciplina. Pero eso estaba por llegar a su fin.

Su mirada se posó en el mucamo, que en ese momento le ofrecía la bandeja a Elizabeth. Al ver que su abuela la observaba, la chiquilina de diecisiete años le dirigió una mirada desafiante y en un gesto infantil se sirvió dos copas de champaña. Margaret Stanhope la miró sin hacer ningún comentario. Esa chica era la viva imagen de su madre, una mujer superficial, frivola y excesivamente excitada sexual­mente, muerta ocho años antes cuando el auto deportivo que conducía el hijo de Margaret patinó y volcó sobre la ruta helada. En ese accidente murieron ambos, y quedaron huérfanos los cuatro hijos. El informe policial indicaba que los dos estaban borra­chos y que viajaban a excesiva velocidad.

Seis meses antes, sin hacer caso de su edad avan­zada ni del mal tiempo reinante, el marido de Margaret murió en un accidente aéreo, mientras piloteaba su avión rumbo a Cozumel, para ir a pescar. La modelo de veinticinco años que viajaba con él en el avión debía de ser su carnada, pensó Margaret con poco habitual crudeza y completo desinterés. Esos accidentes fatales eran una prueba elocuente del libertinaje y del descuido que durante generaciones caracterizó la vida de todos los hom­bres de la familia Stanhope. Todos ellos, apuestos, arrogantes y temerarios, vivieron cada día de sus vidas como si fuesen seres indestructibles y que no debían dar cuenta a nadie de sus actos; El resultado fue que Margaret se pasó toda una vida aferrándose a su maltrecha dignidad y a su autocontrol, mientras el marido gastaba su fortuna a manos llenas en sus vicios y enseñaba a sus nietos a vivir exactamente de la misma manera. El año anterior, mientras ella dormía en el piso superior, su marido llevó prostitutas a esa casa y las compartió con sus nietos. Las compartió con todos, con excep­ción deJustin. Su querido Justin...

Suave, inteligente y trabajador, Justin fue el único de sus tres nietos que se parecía a los hombres de su familia, y Margaret lo quiso con toda el alma. Y ahora Justin estaba muerto, mientras su hermano Zachary seguía vivo y saludable, amargándola con su vitalidad. Margaret volvió la cabeza y lo vio subir con agilidad los escalones de piedra que conducían a la terraza, y la explosión de odio que la recorrió al ver a ese muchacho alto y morocho de dieciocho años fue casi insoportable.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora