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Se desplomó dos veces en el vestíbulo, antes de que Julie consiguiera llevarlo hasta su dormitorio, donde tenía la seguridad de que la chimenea estaba cargada de leña y lista para ser encendida. Sin aliento a causa del esfuerzo, llegó trastabillando hasta la cama, donde lo soltó, dejándolo caer sobre el colchón. Zack tenía la ropa dura y llena de hielo, y Julie empezó a quitársela. En el momento en que le sacaba los pantalones, él pronunció las únicas palabras que había dicho desde que ella corrió a rescatarlo.

—Ducha —murmuró—. Ducha caliente.

—No —lo contradijo ella, tratando de hablar con indiferencia y con tono impersonal mientras le quitaba la ropa interior congelada—. Todavía no. A la gente que sufre de hipotermia hay que hacerla entrar en calor lentamente, pero no mediante un calor directo. Lo aprendí en las clases de primeros auxilios de la Universidad. Y no te preocupes porque tenga que desvestirte. Soy maestra y para mí no eres más que otro niñito —mintió—. ¿Sabías que una maestra es casi lo mismo que una enfermera? —agregó—. ¡Permanece despierto! ¡Escucha mi voz! —Le bajó los calzoncillos por las piernas musculosas y al bajar la vista para ver lo que hacía, se ruborizó intensa­mente. Ante sus ojos tenía un magnífico cuerpo masculino, sólo que ese cuerpo estaba azul de frío y vibraba preso de estremecimientos.

Tomó frazadas, lo envolvió en ellas y le refregó con fuerza la piel. Después se acercó al placard, sacó cuatro frazadas más y las extendió sobre él. Segura de que estaba abrigado, se acercó a la chimenea y la encendió. Recién cuando los leños empezaron a arder con fuerza, Julie se tomó el tiempo necesario para quitarse el traje de nieve. Temerosa de dejar a Zack, se lo sacó a los pies de la cama, mientras observaba su respiración lenta y superficial.

—¿Me puedes oír, Zack? —preguntó. Y aunque él no le contestó, empezó a hablarle. Le hizo una serie de comentarios deshilvanados, con la doble intención de alentarlo y de aumentar su propia confianza en que lo lograría. —Eres muy fuerte, Zack. Me di cuenta al verte cambiar la goma de mi auto, y cuando saliste del arroyo. Y además eres valiente. En su cuarto, mis hermanos tenían fotografías tuyas. ¿Te lo había dicho? ¡Me gustaría contarte tantas cosas, Zack! —dijo con la voz quebrada—. Y lo haré, siempre que sigas vivo y me des la oportunidad. Te contaré todo lo que quieras saber.

Empezó a dominarla el pánico. Tal vez debería estar haciendo más para mantenerlo caliente y despierto. ¿Y si moría por culpa de su ignorancia? Sacó una gruesa bata de toalla del placard, se la puso, se sentó en el borde de la cama y presionó la punta de los dedos sobre el cuello de Zack, para tomarle el pulso. Le pareció alarmantemente lento. Con manos y voz temblorosas alisó las frazadas alrededor de sus hombros y dijo:

—Con respecto a lo de anoche: quiero que sepas que me encantó que me besaras. No quería que te detuvieras allí, y justamente fue eso lo que me asustó. No tuvo nada que ver con que hayas estado en la cárcel; fue porque yo... porque estaba perdiendo el control, y eso es algo que nunca me había sucedido antes. —Sabía que lo más probable era que Zack no escuchara una palabra de lo que le decía, y quedó en silencio al ver que otra serie de espasmos le sacudía el cuerpo. —Hace bien temblar —dijo en voz alta. Pero estaba pensando con desesperación en alguna otra cosa que pudiera hacer por él. De repente recordó que los perros San Bernardo llevan barrilitos en miniatura alrededor del cuello para auxiliar a la gente perdida en medio de avalanchas. Chasqueó los dedos y se puso de pie de un salto. Instantes después regresó con un vaso lleno de cognac y bullendo de excitación por lo que acababa de oír por radio. —Zack —dijo con tono ansioso, sentándose a su lado y pasándole la mano por detrás de la cabeza para levantársela y darle de beber—, bebe un poco de esto y trata de comprender lo que te voy a decir. Acabo de oír por radio que tu amigo, Dominio Sandini, está internado en el hospital de Amarillo. ¡Y que está mejor! ¿Comprendes? No murió. Ahora está consciente. Se cree que el interno de la enfermería de la cárcel que dio la falsa información estaba en un error, o que intentaba convertir las protestas de los prisioneros en un verdadero motín, y eso es exactamente lo que sucedió... ¿Zack?

Después de varios minutos de esfuerzos, sólo había conseguido hacerlo beber una cucharada de cognac, y se dio por vencida. Sabía que podía encontrar el teléfono que él había escondido y llamar a un médico, pero cualquier médico lo reconocería y llamaría enseguida a la policía. Y lo volverían a encarcelar, y Zack había dicho que prefería morir antes de volver a ese lugar.

De los ojos de Julie surgieron lágrimas de indeci­sión y agotamiento, mientras los minutos transcurrían y ella seguía sentada, con las manos cruzadas sobre la falda, tratando de pensar qué hacer, hasta que por fin recurrió a una oración susurrada.

—¡Por favor, ayúdame! —oró—. No sé qué hacer.

Ignoro por qué nos habrás reunido. No comprendo por qué me haces sentir de esta manera con respecto a él, ni por qué quieres que me quede a su lado, pero de alguna manera creo que es todo obra Tuya. Lo sé porque... porque desde chiquita nunca volví a tener la sensación de que estabas parado a mi lado con las manos sobre mis hombros. Y ésa fue la sensación que tuve cuando me diste a los Mathison. —Julie respiró hondo, se enjugó una lágrima, pero cuando terminó su oración, ya se sentía un poco más segura. —¡Por favor, cuida de nosotros dos!

A los pocos instantes miró a Zack y notó que temblaba con más fuerza. Después notó que se hundía más bajo las frazadas. Al darse cuenta de que no estaba inconsciente como ella temía, sino profun­damente dormido, se inclinó y le besó la frente con suavidad.

—Sigue temblando —susurró con ternura—. Es muy bueno temblar.

Sin tomar conciencia de que un par de ojos color ámbar se abrían y enseguida se volvían a cerrar, Julie se encaminó al baño para darse una ducha caliente.

Perfecta -Judith McNaughtDonde viven las historias. Descúbrelo ahora