XXV

2.4K 347 58
                                    

Las manos de aquel hombre, si podía llamarse así, volvieron a apretarse contras sus mejillas, provocando que los ojos de Guillermo volvieran a abrirse.

—¿Qué te acabo de decir? —La voz de Samuel sonaba enfadada— Que no cerraras los ojos.

El que estaba de rodillas no dijo nada. Se limitó a mirarlo con cara de estar preguntándole: ¿Por qué? ¿Qué hay de malo? De Luque había entendido lo que su mirada le decía, pero no tenía intención de responder. De igual manera, no se iba a retractar, y lo único que quería era que continuase con el movimiento de su cavidad bucal sobre su miembro. Y para aquello, prefería que lo mirasen. Si era posible, sin parpadear.

Sin darse cuenta, al castaño se le cerraban los ojos a causa del placer que la boca del joven le provocaba. Intentaba mantenerle la mirada, lo cual conseguía con un poco de trabajo.

Los ojos de Díaz parecían querer llorar, pero no lo iba a hacer. Jamás se lo permitiría.

Fijó la mirada en el pene del contrario, al mismo tiempo que su mente comenzaba a volar en otra dirección.

No quería hacerse preguntas. Tenía muy claro que no servirían de nada, y sólo conseguiría sentirse peor consigo mismo. Así que prefirió ayudarse a superar la situación. 

Si lo que querían era aquello, y él lo hacía sin rechistar, quizá se terminaran aburriendo de él y podría estar tranquilo, sin tener la necesidad de aguantar a la pandilla... Pero claro, ¿por cuánto tiempo? Ahora que lo recordaba, él no disponía de eso.

La voz de Samuel lo sacó de sus pensamientos.

—Hmmg... Aquí vie-ne... Trágate...

Pero antes de que terminara la frase, las rodillas —mojadas por el suelo mojado— de Guillermo se levantaron con rapidez, casi tropezando. Empujó con ambas manos al de mayor edad, quién se estaba corriendo sobre el chico, y salió a toda prisa en dirección a la salida. Pero, como era de esperar, no había conseguido escapar.

Percy había sido más rápido, siempre lo era. Por eso Tomás lo quería en su grupo de sociópatas, aunque no era la única cosa que le gustaba de su amigo. A decir verdad, lo que más le atraía del inglés era su crueldad, que parecía emanar de una fuente. Siempre había crueldad dentro de él, y posiblemente siempre la habría.

—Creo que nos has subestimado, novato —Las palabras salieron con frialdad de sus labios. El de ojos azules expulsó un caño de saliva espesa, que fue a parar en la cara de Díaz—. No te atrevas a volver a hacerlo, porque no me costaría nada matarte...

A lo lejos, todos los observaban sin poder oír lo que decían. Tomás sonreía, no sabía la que le esperaba, mientras tanto, Samuel miraba en su dirección con la cara contraída de furia. Esperaba a que diera media vuelta y fuera hasta él. Y estaba tardando demasiado.

El moreno se limpió el rostro con el dorso de la mano, haciendo una mueca del asco que le había dado. Dio un paso corto al frente, encarando al otro preso.

—No serías capaz de matarme sin la autorización de tus dos amigos —dijo. Y a continuación sonrió—. No eres más que el perro faldero y en realidad lo sabes.

La primera frase se formuló con miedo en su cabeza, pero en sus labios se escuchó una voz segura y dura.

Sintió que se excitaba cuando vio dudas en el contrario.

¿Cómo había podido creer que ellos lo dejarían en paz alguna vez si seguía sometiéndose así?

En un principio, podría haber aguantado, pero la idea de que aquello no acabara nunca, de que fuera a vivir así hasta que la silla eléctrica hiciera su trabajo... No. No iba a permitírselo a nadie.

—Eres un chupaculos. —Fue lo último que le dijo, antes de darse media vuelta tras oír la voz de Samuel llamándolo.

—¡Vuelve aquí de inmediato, si no quieres que esto vaya a peor!

A Díaz le tembló el cuerpo, pero lo disimuló con cierta facilidad.

Tenía miedo. Y eso se lo admitía a sí mismo.

—No —respondió. Pero esta vez la voz le falló—. No pienso ir. —Quiso decir más seguro. Pero sólo consiguió que el tono empeorase, mostrándole el miedo que sentía a todos los presentes.

—¡Vamos, Samuel! ¡Demuéstrale quien manda!

Nadie supo quién había soltado ese grito, pero tampoco le prestaron demasiada atención.

—¿Cómo dices?

—Lo que has oído. —Esta vez no le falló la voz, y se sintió un poco más fuerte de lo que se había sentido nunca respecto al castaño.

Este último se acercaba, lentamente, a Guillermo, quién no quería cometer el error de dar ningún paso atrás.

Aunque sabía que lo haría. El miedo hablaba por él en muchas ocasiones, y lo odiaba.

En cuanto De Luque estuvo a unos diez centímetros de él, su cuerpo se movió en dirección contraria al mayor.

Samuel lo agarró del brazo. No hacía falta porque el menor se había chocado con Percy al no acordarse de que hacía un momento le había plantado cara.

Se le había olvidado. Los ojos del castaño lo despistaban de una forma impresionante. Aquellos ojos devoradores.

—Vas a volver allí ahora mismo —dijo señalando la esquina donde habían estado segundos atrás—, y terminarás lo que has empezado.

Con Samuel se podría decir que había terminado, a no ser que tuviera planeado algo más con él —que seguro que era así—, pero él sabía a qué se refería. A Tomás y a Percy.

Percy, quién lo había quemado con un mechero y acariciado su piel con esa expresión de loco-violador que llevaba anclada en la cara.

—No voy a dejar que esos capullos me toquen.

El rostro de Samuel se había convertido en un verdadero poema.

Notó que el agarre de este sobre su brazo se aflojaba hasta soltarlo.

Se agachó, imaginando que el británico lo atacaría de alguna manera. Y así fue.

Consiguió esquivarlo.

Por un momento, que duró escasos segundos, se le pasó por la cabeza la idea de atacarlo, pero supo que si lo hacía, al castaño le daría tiempo a reaccionar y no tendría tiempo para escapar. Así que optó por eso último.

Salió de allí lo más rápido que le permitió su cuerpo.

Una vez a la vista de los guardias, ya no tenía nada que temer.

Prisioneros [Wigetta]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora