Capítulo 2 - La fierecilla domada

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Caminaba a través de un bosque, todo era verde y dorado, alfombrado de hierba, hojas y flores pequeñas cuyo aroma embriagaba los sentidos. Los rayos de sol caían como columnas de oro desde las ramas. En el aire flotaban dientes de león, polen, mariposas y algunos trinos lejanos completaban el paisaje, extraño y surrealista. El tiempo parecía haberse detenido. Se deslizaba, porque eso era lo que hacía, no estaba caminando, sino que sus pies apenas tocaban las briznas de hierba y éstas le hacían cosquillas en sus plantas. Se sentía feliz, etérea. Se dirigía a un lugar que conocía desde hacía mucho tiempo, sólo tenía que seguir el ancestral camino. Sabía que alguien la estaba esperando y que la necesitaba. Debía apurarse, pero todo era tan hermoso allí que prefería flotar y dejarse llevar como esos dientes de león en la brisa. Eso era lo que más le gustaba. Fue durante ese estado de bendición cuando todo cambió, sus pasos se hicieron más lentos, sus piernas le pesaban y ya no se deslizaba. Tenía que mover un pie, luego el otro, con dificultad, era como si estuviera pegándose al suelo. La luz comenzaba a menguar y las tinieblas la envolvían. Una raíz se enredó en su pie haciéndola tropezar.

«No puede estar pasando esto...¡No! debo seguir, debo encontrarlo...» en su mente esas palabras se repetían una y otra vez, casi con desesperación.

La oscuridad se iba haciendo más pesada, como un manto que la cubría y no la dejaba respirar. Todo se puso negro a su alrededor y por unos segundos se sintió paralizada. El pánico se apoderó de Eva, hasta que su cerebro comenzó, lentamente, a tomar conciencia de que era un sueño. No estaba aún despierta del todo y su inconsciente todavía captaba los sonidos del bosque cada vez más lejanos, mientras que otro sonido, como un zumbido continuo, la traía de nuevo al mundo ¿real? y todas sus implicancias.

No voy a abrir los ojos, me niego.

Pero los abrió y al principio, todo le dio vueltas. Lo primero que vio fue un techo metalizado de paneles y lámparas fluorescentes, fuente del zumbido que le taladraba la cabeza. Los abrió aún más, ahora del todo consciente de lo que había ocurrido. O al menos, lo que había ocurrido hasta el momento en que se desvaneció. Se sentó de golpe y una sensación de náusea y angustia la invadió. Quizás reaccionaba así por lo que haya sido que le inyectó ese imbécil que la atrapó o quizás, y más probable, por el hecho de haber sido atrapada, lo cual tiraba abajo la teoría de que su captor fuera un imbécil.

¡Esto era su máxima humillación! Ella, que nunca había sido descubierta ni atrapada, estaba ahora restringida a ese pequeño lugar, aunque eso no significaba que no pudiera escapar, sólo necesitaba unos minutos más para recomponerse. Le extrañó que no la hubieran atado. Miró a su alrededor; la habían dejado, o mejor dicho, arrojado, sobre un sillón de cuero negro bastante fino.

Estaba en una habitación de techo y paredes metálicas, sin más decoración que un enorme espejo en una de las paredes. En el centro de la habitación había una mesa de ébano y varias sillas haciendo juego. Mucho lujo para una sala de interrogación. Porque estaba segura de que eso era. Respondía a lo que había visto en películas, y detrás del espejo estaría quien quiera que fuese, observándola. ¿Estaría su secuestrador allí? ¡Cómo le gustaría verlo y darle una buena trompada en la cara! Claro que no lo conocía, pero jamás iba a olvidar esos (hermosos) ojos. Mejor le haría un piquete de ojos. Se regodeó con ese pensamiento unos instantes y luego retomó su atención en el espejo.

¿Cuánta gente habría detrás?

Pues bien, al diablo con ellos, yo me largo. —Se dirigió a la puerta y, como era de esperar, la encontró cerrada.

Lanzó al espejo la mirada más asesina que pudo componer y se abalanzó a la carrera, chocando contra la puerta. Lo único que logró fue rebotar tres metros hacia atrás, caerse sentada y resentirse el hombro. Volvió a la carga, la pateó con todas sus fuerzas, pero la puerta ni se magulló. La volvió a patear una y otra vez, ya no le importaba que no se abriera, sólo quería descargar su furia. Al cabo de unos momentos estaba agotada y además del hombro, le dolía la pierna.

Comenzaba a sentirse como un animal encerrado, quería gritar, golpear, descargarse de alguna manera, pero no les iba a dar el gusto. Caminó de una punta a la otra de la habitación con la esperanza de marearlos, perdió la noción del tiempo que estuvo haciendo eso hasta que ella misma se sintió mareada. Nada, ni un sonido que no fuera ese maldito zumbido de los tubos de luz. Ni una voz, ni nadie que le dijera una palabra, que le dijera que estaba detenida, que la iban a encerrar de por vida ahí por todos sus delitos. De sólo pensarlo, prefería suicidarse. El encierro no era para ella, no lo soportaría.

«Respira, Eva, respira profundo» Intentó calmarse y pensar en su situación para elaborar un plan y salir cuanto antes. ¿Con qué datos contaba? No era un lugar común, si así lo fuera estaría al menos esposada. Suspiró, no llegaba a imaginar qué querrían de ella. Se plantó frente al espejo y se acercó al cristal, haciendo pantalla con las manos en un intento por ver qué o quién estaba detrás. No lograba ver nada, así y todo, con su peor cara de disgusto comenzó a hablar, levantando la voz varios tonos. Su aliento se marcaba a medida que salían sus palabras.

—¿Dónde me trajeron? ¡¿Qué es lo que quieren de mí?!

Lanzando algunas palabrotas y haciendo gestos dignos de un marinero pendenciero, se alejó un poco y golpeó el vidrio con el puño, que se combó sin llegar a romperse.

—¡Den la cara, cobardes!

Fue en ese momento que notó algo reflejado en el espejo, la puerta estaba abierta y una silueta se recortaba en el umbral. Giró para mirar a quien había entrado y casi con resignación, suspiró y se sentó en una de las sillas contra la mesa. El hombre era imponente y ocupaba casi toda la puerta, con lo cual quedaba descartada la opción de escapar por más habilidosa que fuera. Llevaba puesta una camisa negra de cuello mao y pantalones anchos del mismo color, que contrastaban con la claridad de su piel. El rostro era redondo y las variadas cicatrices que lo cruzaban no permitían definir su edad. Quizás había pasado los cincuenta, quizás tenía setenta, era imposible de adivinar. Su cabello blanco, largo y abundante, lo llevaba peinado hacia atrás en una coleta. Su barba era igual de blanca y la tenía prolijamente recortada unos centímetros por debajo del mentón. Aun cuando su rostro parecía afable, había algo en él que hizo que se sintiera intimidada, sensación poco frecuente para ella. Ser cuestionada, interrogada o estar en una situación que no pudiera dominar o que le causara incertidumbre no la ponían de muy buen talante. Y en ese momento parecía que había ganado el combo mayor.

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Este capítulo es corto, así que, al igual que el anterior, fue entero!

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Hasta el domingo que viene!

El Elixir - Trilogía Arwendome #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora