Capítulo 8

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La sinceridad es un arma de fuego y debes saber cuándo disparar.

La noche ya había caído cuando me percaté de la hora y decidí volver a la casa de los Rosewood.

El parque parecía descolocado en medio de las calles y comercios cerrados, y entre los ápices de los árboles se vislumbraba la pálida luna menguante.

Sentí una opresión en el pecho. La vista transmitía algo sereno, pero todo en mis adentros estaba inquieto.

Mis zapatos marcaron el ritmo mientras retomaba mi rumbo y mi mente se mantuvo dispersa en la cantidad de posibilidades y sospechosos.

Jugar al detective siempre fue lo mío, pero nadie dijo que lo hacía bien.

Sin embargo, me frené en seco al oír pasos en la calla vacía, unos que no me pertenecían. Al mirar sobre mi hombro solo vi una docena de automóviles estacionados. No iba a engañarme con aquel patético cuento de que era mi imaginación porque sabía que no lo era y nunca lo había sido.

Apresuré mi caminar. Cada uno de mis sentidos atentos al mínimo cambio en la atmósfera mientras todas las fibras de mi cuerpo se tensaban. Me giré abruptamente, mi respiración acelerándose al escuchar otro sonido.

Antes de que pudiera ser capaz de reaccionar un auto encendió sus luces, cegándome. El rugir de aquel motor perforó mis oídos antes de que el chillido de los neumáticos deslizándose sobre el asfalto me acelerara el corazón. Ahogué un grito de sorpresa antes de que el conductor pisara el acelerador en mi dirección. La imagen de los faros acercándose peligrosa y rápidamente me estremeció.

Me lancé a un lado y mi cuerpo colapsó contra la cera antes de que una descarga de dolor se disparara por mi costado izquierdo. Me incorporé con la respiración acelerada y observé el vehículo perderse entre las calles desoladas y la oscuridad.

Sabía que no había sido un accidente. Alguien había intentado atropellarme.

Podía sentir mi pulso fuera de control. Mi pecho subía y bajaba como si me hubieran privado de oxígeno durante demasiado tiempo mientras la inquietud hacía un corte limpio en mi pecho para llenarlo con este miedo casi paralizante.

Automáticamente supuse que la misma persona que estaba detrás de los obsequios había querido atropellar a Becca. Era una advertencia de lo que era capaz de hacer.

Marqué en mi celular el número del señor Rosewood, aún con aquella turbación de caminar sola a través de una ciudad desconocida. Sin embargo, la única respuesta que obtuve fue el buzón de voz.

Intenté nuevamente y fallé. El corte en mi pecho creció al ver los pocos contactos que tenía en el móvil mientras intentaba calmar a mi precipitado corazón.

La mayoría eran personas de mi antigua vida, conocidos míos y no de Becca Rosewood. Vacilé al ver el nombre de Félix destellando en la pantalla. Tragué el nudo en mi garganta mientras me sentaba en el escalón de algún restaurante vacío, apretándome a mí misma contra la pared como si pudiera fusionarme con ella y desaparecer.

—¿Qué diablos quieres? —atendió irritado.

—Hola... —Inhalé despacio—. Estoy en las afueras del parque, creo que me perdí. No recuerdo exactamente cuál era el camino a casa y está demasiado oscuro —mentí.

Sabía exactamente al pie de la letra la historia de Shinefalls y la ubicación de cada lugar de interés. Había memorizado los mapas del terreno durante más de seis largos meses y había luz suficiente —pero no mucha— para volver caminando.

—¿Podrías...podrías venir por mí? — Fue imposible esconder la inseguridad que acompañaba mis palabras.

La imagen de los faros aproximándose se quedó conmigo.

El cuenta mitos de BeccaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora