Capítulo 72

7K 1.2K 232
                                    

"Eras un tornado que, en lugar de destruir, reconstruía. Hacías volar todo para acomodarlo en su lugar, como magia."

Gleen estaba de rodillas. Su camisa parecía haber sido atravesada por un objeto punzante y lo que una vez fue tela blanca en aquel momento se tenía de rojo. Le costaba respirar y estaba repleto de cortes; en su ceja, en el labio, en el pómulo y los brazos. Era un desastre.

Las hojas de los árboles crujían en la falta de palabras. La música clásica del primer piso llegaba a la terraza como un zumbido lejano, y la vista no era más que un manto denso de oscuridad por un lado y las luces parpadeantes de la ciudad por el otro. Todo parecía tranquilo, pero en los metros cuadrados donde mis zapatos yacían, el caos era tanto que en un momento se hizo  el silencio.

Gleen luchaba para mantener el equilibrio sobre sus rodillas. Corrí hacia él y apenas intenté sostenerlo, cayó exhausto. Sostuve su cabeza en mi regazo y la sangre salpicó mi vestido.

—¿Puedes hablar? —supliqué con un nudo en la garganta—. ¿Puedes solo...? ¿Solo mirarme, por favor? Te sacaré de aquí, lo prometo.

Deslicé mi mano por su mejillas y sus párpados entrecerrados hicieron el esfuerzo de abrirse para mí.

No puedes salvarlos a todos.

—Vete —murmuró con dificultad, tosiendo—. Vete, él...

Intentó incorporarse sobre un codo, pero terminó tosiendo más. Antes de que pudiera decirle que se quedara quieto, se sentó de un tirón, con odio. Lo miré con el corazón adolorido. No tendría que existir alma tan atroz para hacer aquello a otro ser humano. Jugar con sangre y fuego debía tener como consecuencia directa algo peor que la cárcel.

Sin esperar, sabiendo que podía moverse, pasé una mano alrededor de su cintura y lo ayudé a ponerse de pie. Killian estaba aún en las escaleras, atónito y paralizado viéndonos avanzar. El color se había drenado de su rostro, pero no había tiempo para dar explicaciones.

—Él tiene... —Jadeó Gleen mientras lo arrastraba en dirección a la puerta, dejando un rastro sangriento detrás—. Ellos están arma-armado —tartamudeó y tembló antes de desplomarse.

—¿Están? —Mi pulso se aceleró—. ¿Quiénes están armados?

Tiré de su cuerpo para ponerlo de pie, pero a duras penas se mantenía sobre sus manos y rodillas, con la cabeza gacha por el agotamiento.

El frenesí empezó a apoderarse de mí.

—¡Killian, ayúdame! —espeté intentando traerlo a la realidad.

El chico parpadeo desconcertado. La conmoción abrió sus ojos, pero se dispuso a correr hacia mí, solo que se lo impidieron.

La puerta se cerró antes de que atravesara el umbral. Sus puños golpearon el metal y empezó a gritar, pero toda mi atención estaba en la persona que nos había separado. 

Envuelto en un traje blanco y tras un antifaz mitad negro y mitad rojo, me observó con una sonrisa pequeña y ladeada, digno del diablo. El viento volvió a rugir, Gleen a jadear por aire y Killian a gritar tras la puerta.

—Rebecca. —Saludó nuestro desconocido, aunque en ese momento dejó de serlo.

—Sherrif Trainor —dije en un hilo de voz.

El origen de cada mentira, pelea, gota de sangre y sudor estaba frente a mis ojos. Me aferré al moribundo Gleen despacio, deseando que el temor no fuera tan transparente en mí. Recordé la forma en que sus ojos me observaron con recelo en el departamento de policía; cómo se negó a creer las palabras que salían de mis labios y me llamó mentirosa; el que haya enviado a su hijo Oliver a vigilarme y esa singular manera suya de expresar con miradas más palabras que las dichas.

Él sabía más, mucho más de lo que imaginaba.

Entonces, alguien otra persona apareció detrás de las tuberías. La figura femenina, arropada en un vestido níveo y con la misma máscara que Trainor, era Sarah, hija de Meredith.

—Estaba esperando ansiosa por este momento —aseguró.

Otra silueta apareció desde la izquierda, acercándose desde las sombras con la misma vestimenta que el hombre.

—Lo mismo digo —aseguró James DCharles.

El odio nubló mi juicio. Ellos eran los responsables de todo el mal que había en la vida de Becca y, por ende, en la mía. 

—No es una fiesta hasta que no llego yo, ¿verdad, B? —dijo otra voz a mi espalda.

Stella.

Sarah.

Trainor.

James.

Todos eran el desconocido.

Decían que una persona que te odiaba a veces solo te odiaba y ya. No hacía nada al respecto. Sin embargo, ellos sí lo hacían.

Por distintos motivos, pero ahí estaban y allí me encontraba yo: acorralada.

El cuenta mitos de BeccaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora