Capítulo 4

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La incógnita en los ojos ajenos es un misterio que nadie es capaz de revelar.

—Casi había olvidado que tenía un balcón compartido —murmuré rodeando con mis manos la taza de té.

Me gustaba sentir el calor de la porcelana calentando mi piel. A veces era lo único ciertamente reconfortante que tenía.

—Casi te olvidas de volver a casa también. —La voz de Félix perforó mis oídos, su tono bajo y cargado de desdén me hizo remover incómoda en la silla.

Ayer, cuando había visto por primera vez al hermano de Becca, pensé que lo primero que haría sería correr a mis brazos. Pero hizo exactamente lo opuesto, simplemente me observó perplejo a la distancia con un resentimiento brillando en sus ojos grises. No sabía exactamente cómo era la relación de él y Rebecca hace un año atrás, solo tenía detalles esparcidos en su diario. Pero parecían no congeniar nada bien.

El señor Carter seguía recordándome que estaba en shock por mi regreso, pero al ver los ojos ceniza de aquel muchacho rubio aquella idea se evaporaba en el aire como mi propio aliento.

—¿Te molestó el hijo de los Bates? — Interrumpió Carter, ignorando las palabras hirientes de su hijo.

Sus facciones fueron cubiertas por una capa de seriedad mientras dejaba de leer el periódico maturino. Supe en aquel instante por la forma en que su aura se alteró, que no tenían una buena relación con sus vecinos.

—No —repliqué casi inaudible, cautelosa de guardar para mí misma las peligrosas preguntas que pendían de la punta de la punta de mi lengua—. ¿Pero por qué los balcones estás conectados? —interrogué antes de que Meredith se acercara para rellenar mi taza de té.

En un simple desliz aquella taza se cayó sobre mi regazo, el líquido caliente traspasó mis jeans y quemó un poco mis muslos. Salté de mi asiento al sentir el ardor extenderse.

—¡Lo siento, Rebecca! —chilló mientras con rapidez tomaba varias servilletas y se arrodillaba para secarme. En sus ojos oceánicos contemplé un destello de miedo, y por la forma en que tragó saliva supe que algo andaba mal, que ella en verdad se sentía temerosa de lo que podría llegar a decirle—. De verdad, no era mi intención, perdóname —dijo frotando la tela.

¿Por qué sus ojos se estaban cristalizando?

Tomé sus manos, deteniéndola.

Lentamente la impulsé con suavidad para que se incorporara y me observara, pero sus ojos estaban clavados en sus zapatos como si mirarme fuera un pecado.

—Hey, mírame... —pedí serenamente. Cuando sus ojos encontraron los míos algo pareció dilatar sus renegridas pupilas—. Fue un accidente, solo olvídalo —agregué soltando sus manos. Ella se quedó petrificada en su lugar, como si sus pies fueran las raíces de un árbol—. Está bien, Meredith. —Sonreí avergonzada.

Mis ojos volvieron a la mesa donde aquellas dos personas que la rodeaban habían parado de desayunar. Podía sentir sus ojos clavados en mí.

—¿Por qué me observan? —pregunté discretamente, intentando sonar confiada.

—Es extraño —dijo un sonriente Félix antes de dar otro mordisco a su tostada, pero aquella no era una sonrisa sincera—. El mismo incidente ocurrió hace un año atrás, y teniendo en cuenta que la abofeteaste por derramarte té encima, se puede considerar que algo en tu mente demoníaca cambió. —Se rió con gracia iluminando sus ojos mientras se ponía de pie y tomaba su mochila para ir al instituto.

—Félix —advirtió el señor Carter con un tono de reproche—. Puedes irte, ya tuve suficiente de tus comentarios por hoy —añadió.

Me giré sobre mis pies para observar aún a la estática Meredith. Su mirada se encontró con la mía y me pregunté cómo pudo Becca simplemente abofetearla por un accidente como aquel. Una pieza no encajaba en aquel rompecabezas.

Me excusé para subir a la habitación, definitivamente algo andaba mal. ¿Por qué una criada temía tanto a una adolescente? El hecho de que ahora me temiera abrió un tajo en mi corazón. No soportaría que me miraran con aquel espanto, como si mis ojos fueran los de un monstruo.

En medio del cuarto descansaba un regalo, envuelto en papel blanco y con un lazo de color carmín. Me acerqué cuidadosamente, sentándome frente a él como si fuera una pieza faltante de algún proyecto de ciencias.

Dudaba que el señor Carter me lo hubiera traído, apenas ayer había regresado y no había abandonado la casa en ningún momento para ir de compras, y parecía muy nuevo como para que lo estuviera guardando hace años.

Al abrirlo sentí el oxígeno abandonar mis pulmones, un gusto amargo trepó por las paredes de mi garganta al ver un collar de plata con una cruz dorada descansando en medio, empaquetado en un pequeño estuche de terciopelo rojo.

Pero lo que me había quitado el aliento no fue aquella pieza de joyería, sino lo que había grabado en finas y nítidas letras en dicha cruza.

En memoria de Rebecca Rosewood.

Y una pequeña tarjeta de bordes plateados con una atroz frase: mejor que te recuerden como santa a estar viva como diabla.

Fue como abrir un abismo en mi mente, uno lleno de oscuros pensamientos. Estaba tan horrorizada y dolida por lo que significan esas palabras.

¿Quién era capaz de dejar regalo tan cruel? Una persona que claramente no estaba conforme con mi presencia. Mi corazón latió fuertemente contra mis costillas al sentir una brisa de aire fresco penetrar mi cuerpo, mis ojos observaron la puerta francesa abierta y las cortinas meciéndose como olas en alta mar.

Sabía quién había dejado aquel tétrico presente, quién se había adentrado a la habitación de Becca sin permiso alguno.

El hijo de los Bates.

No fui capaz de detenerme a pensar lo que estaba haciendo, un enojo indescriptible se disparó en mi interior. Atravesé el pequeño puente en dirección a su habitación con la caja de terciopelo apretada contra mi piel hasta el punto en que mis nudillos se tornaron blancos.

Toqué fuertemente aquella puerta recubierta en vidrio pero no obtuve respuesta inmediata. Mis nudillos colapsaron otra vez, en la espera de ser escuchados. Cuando iba por la tercera ronda la puerta se abrió bruscamente, como un tirón de energía que era capaz de llevarte consigo.

Trastabillé incluso, y me costó recuperar el equilibrio.

Sus ojos se encontraron con los míos a través de aquellos rayos de sol que se filtraban por las copas de los árboles junto a la brisa casi invernal.
Mi mirada recorrió su pecho al descubierto, cubierto por una capa de indescifrables tatuajes que adornaban sus músculos. Me obligué a apartar la mirada de aquellos flojos pantalones de franela que colgaban de sus estrechas caderas y fijé mis ojos en la gélida primavera que se extendía frente a mí.

—No tenías que molestarte en darme un obsequio de bienvenida —señalé.

Estrellé la pequeña caja contra su pecho, sintiendo la dureza de sus pectorales amortiguar el golpe.

Él simplemente me observó. Su mirada cautelosa encrespó mis nervios y perturbó mi alma mientras me alejaba, recorriendo el pequeño puente que nos unía y, a su vez, nos separaba.

—No gasto tiempo en personas como tú, Rebecca —dijo con voz grave a mis espaldas—. Ya deberías saberlo —añadió, dejando en claro que él no había sido el responsable de mi pequeño obsequio.

Aún podía sentir sus ojos del color de la esmeralda puestos en mi cuando cerré la puerta de cristal.

Pero simplemente no le creí, porque la verdad dicha de los labios de un extraño pocas veces tenía valor.

El cuenta mitos de BeccaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora