Capítulo 36

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El odio traza un camino hacia el infierno, pero a veces el amor nos depara un lugar en aquella hoguera también.

—¡Félix! —grité.

El rugir de los motores inundó mis oídos. La Boca del Lobo era muy concurrida aquella noche. Una multitud de todas las edades esperaba ansiosa por la carrera.

—¡Félix! —llamé otra vez, cada vez más desesperada, avanzando cuando lo vi.

No llegué tan lejos porque un muchacho, tal vez en sus treinta, me empujó hacia atrás sin cuidado.

—No la toques, imbécil —advirtió Tyler, tomando mi codo para estabilizarme.

—La carrera está por comenzar, no puedes interferir, muñeca. —Se encogió de hombros el tipo.

—No lo entiendes, mi hermano no puede correr —aseguré, contemplando la posibilidad de suplicarle—. No sabe lo que hace, es solo un...

—No hablarás con él a menos que te subas a una motocicleta —interrumpió para sonreír con descaro, creyendo que eso bastaría para detenerme—. No me mires así, linda. Son las reglas.

Ty y yo compartimos una mirada en silencio antes de clavar nuestros ojos en él otra vez.

—Observa lo que hago con tus reglas —repliqué abriéndome pase en el semicírculo de personas que alentaban a los corredores.

Tyler interceptó al hombre cuando intentó agarrarme, con un golpe en la nariz. Su puño fue tan rápido que el extraño se sorprendió antes de limpiarse el hilo de sangre que le caía por la mandíbula. Desde su garganta salió un gruñido gutural.

Los eufóricos gritos de la descontrolada multitud junto al hedor a cerveza y cigarrillos me hicieron doler la cabeza y sentir náuseas. Mientras más me acercaba a los cuatro corredores que se preparaban tras una descuidada línea pintada en sobre el asfalto con aerosol, ocultos bajo sus cascos, más rápido latía mi corazón.

Tenía miedo, no servía negarlo.

—Félix, detente, por favor. —La idea de que saliese lastimado estaba cobrando vida con cada segundo en que pasaba. Me sentía responsable por él ahora que la verdadera Rebecca no estaba—. Bájate de esa cosa y volvamos a casa.

—No fastidies y vete por donde viniste. —Se levanto furioso la visera del casco para revelar un par de ojos grises irritados—. Déjame lidiar con esto solo, ¿sí?

—Le prometiste a mamá que me cuidarías. —Traje las palabras del pasado al presente, en un susurro para que nadie más nos oyera—. Arriesga tu vida con esta estúpida carrera y puede que jamás cumplas tu promesa. —Envolví con mi mano una de las suyas.

Dos hombres estaban acercándose, claramente disgustados de que estuviera retrasando el entretenimiento. En este tipo de lugares valía más el dinero que cualquier plegaria.

—No juegues esas cartas conmigo —respondió el chico, y noté cuánto le dolía y enfurecía a la vez que se lo recordara.

Me apartó de su lado y arrancó. Las motocicletas salieron disparadas a toda velocidad, con los neumáticos chillando y quemando la calzada.

Lo siento, pero no dejaré que nada que pase. Rebecca me mataría.

Mis piernas ya estaban en movimiento. Empujé con todas mis fuerzas al dueño de la motocicleta más cercana antes de subirme en ella y traer el motor a la vida. El hombre gritó una cadena de maldiciones y le dije que lo sentía a todo pulmón, pero ya estaba sobre la pista, rememorando las lecciones de Glenn.

Él me enseñó a conducir, y aunque nunca tuve demasiada práctica, fui una estudiante aplicada.

El helado viento enredó mi cabello suelto, que chasqueaba contra el aire al tiempo que aceleraba. La adrenalina me recorría de los pies a la cabeza, las gotas de sudor frío a raíz del temor me recorrían la espalda y, para mi sorpresa, mi corazón no implosionó dentro de mí. Incluso percibí cierta sensación liberadora. 

La luces del tablero brillaron marcando una velocidad inimaginable. Intenté olvidarme de mis inseguridades respecto a la locura, y pensar en la alarmante advertencia del desconocido que estaba tras nosotros me impulsó hacia el coraje.

Las voces de la multitud se ahogaron bajo los poderosos motores. Inclinándome ligeramente hacia la derecha vi el trayecto de la motocicleta de Félix. Aceleré, esquivé a otro corredor, y pronto me encontré andando tras él.

Entonces, el sujeto que había pasado se acercó con celeridad. Golpeó el lateral de su moto contra el mío con una bestialidad que me hizo perder el control. Jadeé cuando comencé a tambalearme.

Estas eran carreras ilegales, jugar sucio y guardar trucos bajo la manga era la especialidad de quienes llamaban a la pista un hogar, y si alguien debía salir herido, así sería.

Me recompuse, totalmente cabreada por haber estado al borde de un accidente. Pasé a mi atacante con eficacia, sorprendiéndolo por la izquierda y trazando aquel camino de euforia y agitación en dirección a Félix, pero el hombre de casco carmín no se dio por vencido y volvió a terminar lo que había empezado.

A solo segundos de que ocurriera, ya podía sentir el estremecimiento de mi cuerpo, el castañear de mis dientes ante la destemplanza de su ataque, pero al final no sucedió. Él salió disparado hacia el frente, rodeando bruscamente sobre el asfalta, su vehículo anduvo medio metro más antes de caer con un estrepitoso sonido de metal y plástico, desmantelándose de a partes.

Alguien lo había golpeado por detrás, y ese corredor apareció a mi derecha. A penas tuve una milésima de segundo para reaccionar y frenar bruscamente, los neumáticos arañando el asfalto en un agudo sonar. El desconocido giró interponiéndose de lado en medio de la pista, obligándome a detenerme si no quería que ambos corriésemos la posibilidad de morir.

Frené a centímetros de él, mi pecho subiendo y bajando con rapidez mientras mi corazón latía desenfrenado contra mis costillas.

—¡Podríamos haber muerto, ¿cuál es tu proble...!?

Un grito, un sonido, un segundo.

Una explosión.


















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