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21: Injusticia



Sintiéndome mucho mejor, caminé hasta la alacena y saqué los platos hondos para poder servirnos el arroz con leche. Sobre éste, agregué canela en polvo y se lo ofrecí. Yuichiro, más que feliz por el hecho de habernos convertido amigos, se atraganto con el postre de varias y rápidas cucharadas. Me senté a su lado con una porción más pequeña y le di vueltas con la cucharita, tratando de pensar en una breve respuesta.

Después de un par de minutos, le conté mi historia.

Hace varios años, tuve mi primer amigo en el orfanato al que fuimos. Los dos teníamos trece años y éramos los mayores porque nos veían defectuosos. Usualmente, los padres adoptan a niños menores de cinco años, pero nosotros fuimos la excepción. Él no tenía un brazo y yo era sordo de un oído. Es por ello que siempre pensé que nadie nos desuniría. Mientras le explicaba con una melancolía creciente, Yuu terminó de comer y apoyó su mentón contra la mesa, dejando que sus penetrantes ojos me miren detenidamente. Suspiré y proseguí contándole que un día, un milagro ocurrió y una familia quiso adoptarlo. Todos estábamos feliz por él, pero las cosas no terminaron como se supone que deberían.

—Mikaela...

Él siguió escuchandome atentamente.

Se supone que tú esperas que tu sueño de tener una familia se cumpla. Gente con la que puedes ir al parque, personas que no necesariamente son de sangre pero que te quieren como eres. Un conjunto que siempre estará ahí para ti. Te felicitará cuando te gradúes, vendrá a tu ceremonia, se sentirá orgulloso de ti. Te llamará hijo o algún ridículo apodo que te haga sentir que perteneces a su mundo, pero él no tuvo esa suerte que tuve cuando me adoptó la familia Hyakuya.

Él murió.

—Mikaela, estás sangrando...

Yuu deslizó sus dedos sobre mi labio inferior y me limpió con la manga de su pijama. Me sorprendí al no haberme dado cuenta que me había lastimado yo mismo y me limpié con una de las servilletas.

—Si te hace sentir mejor, me puedes terminar de contar —me aseguró al pararse a mi lado, rodeando su brazo sobre mis hombros, juntando su cabeza contra la mía. Por alguna razón, dicho contacto hizo que me relajase y di un gran suspiro.

Lo recordaba como si hubiese sucedido ayer.

Una mañana, mientras desayunaba con los demás niños, salió una noticia. Un niño había sido mutilado y tiraron sus restos en un descampado. Eran años en que el mercado negro puso de moda el roban órganos y venderlos. Después de muchos días, la noticia de que aquel niño era él y esos padres no eran lo que decían ser, llegó hasta nuestros oídos. Pero como es costumbre en este país, nadie hizo nada. Él era un niño sin padres, nadie lo reclamaría y así fue como terminó.

—Tengo miedo de tener otro amigo y que terminé de esa forma. Muerto. Que todo lo que compartimos se vaya al demonio.

—No creo que haya alguien que me pueda matar —rió entre dientes al acariciarme la cabeza—. Ahora entiendo, ¿no lo crees? Los humanos son tan frágiles, Mikaela. Sé que muchos dejan este mundo todos los días, pero eso no quiere decir que te tienes que limitar a hacer amistades. No todos tienen el mismo tiempo de vida y lo único que puedes hacer es disfrutar su compañía.

Eso tenía sentido.

—No tengas miedo al pensar que ellos se van a ir algún día de este mundo, pues la única manera de que eso pase, sería olvidándolos. Si ellos están en tu corazón, ten por seguro que nunca se irán de tu lado. No importa cuánto tiempo pase, esas personas seguirán siendo tus amigos. No pierdes su amistad, solo su cuerpo físico.

Por primera vez, Yuichiro tenía razón. Me quedé absortó ante sus palabras.

—¿Sabes? Sonaste increíble —acepté entre risas, dejando que un par de lágrimas salten por doquier.

Empecé a sollozar por las memorias que me trajo aquel niño, pero al menos había alguien que me podía calmar y no tenía que lamentarme en soledad. Yuu me apretujó nuevamente y me plantó un beso en la frente.

—¡No hagas eso, bastardo!

—Ahora soy tu amigo. Puedo hacer eso sin tu permiso.

Yuichiro me sacó la lengua y metió su cuchara en mi plato, comiéndose mi porción de forma descarada.

—¡Oye! ¡Eso es mío!

Entre risas, le permití que se acercase más y me dé un beso en la mejilla. No pude resistir prenderme de él como si quiese que me protegiera de todos los males y lo abracé con fuerza.

¡Mi dios es un ladrón de dulces!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora