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28: Doble Moral




Yuichiro caminó por el asfalto. Estaba tan entusiasmado que no se percató de los carros que iban a velocidad. Algunos frenaron de golpe y otros le tocaron el claxon, dedicándole una sarta de palabrotas por su completa negligencia. También estuve tentado en unirme al coro, pero no me hubiese hecho caso. Y como si él hubiese sentido mi mirada sobre su nuca, se volteó a verme ni bien llegó a la otra esquina.

—Yuu...

Al levantarse un poco la gorra, sus orbes se encontraron con las mías. Su sonrisa se amplió y me saludó desde lo bajo. Y sin perder más tiempo, sostuvo la faja de volantes y los comenzó a repartir por toda la calle. Con el pasar de los minutos, se perdió entre la multitud.

Después de asegurarme que mi queridísimo dios no se metiese en ningún lio, retorné a mis quehaceres. Tenía una pila de papeles para aprobar o rechazar con respecto a los nuevos postres de mi hermano y la mercadería que le traían este mes. Como en octubre hay mayor demanda de dulces, todos se estaban volviendo locos por la gran campaña. Era uno de los meses que más odiaba y uno de los más amados por el increíble ingreso. Con un poco de flojera trepándose sobre mí, me desparramé sobre mi asiento y pasé un par de hojas de los próximos eventos.

No solo éramos una empresa con locales independientes, también teníamos el agrado de ofrecer nuestros postres a uno de los parques de diversiones más grandes de toda la zona. Y al parecer, planeaban una súper fiesta de disfraces la última semana. Ahora que lo recuerdo, he llevado a Yuichiro al zoológico y nunca hemos tenido la oportunidad de ir otra vez, mucho menos a un lugar de este tipo.

—Supongo que podríamos ir...

—¿Ir a dónde?

Su voz hizo que suelte los papeles y se me pongan los vellos en punta. No esperaba que viniese tan pronto. Me agaché rápidamente para recoger lo que había dejado caer torpemente y su pie se interpuso, pisando el afiche.

—¿No estarás pensando en llevar a esa chica, Mikaela? —inquirió en un tono parco—. Es un completo desperdicio —abucheó, sentándose sobre mi escritorio.

—¿Qué es un desperdicio? —pregunté perplejo, depositando las hojas a un costado—. ¿Y por qué la secretaria no me avisó que venías? Pensé que nos veríamos más tarde para acordar lo del pedido.

Ferid torció una mueca y se cruzó de brazos.

—Que andes con una mujer —replicó firmemente—. No sé —agregó, desviando la mirada—. Desde que los vi juntos, me alegré bastante de que tuvieses interés en tener una relación, aunque... —murmuró, fijándose en mí—. Me irritó un poco, para serte franco. No me gustó.

Como era de esperarse, ignoró mi pregunta por completo. Anteriormente, habíamos hablado de este tema con mucha delicadeza y se nos fue de las manos. Nos exasperamos tanto que no nos pudimos dirigir la palabra por casi dos meses. Es incomodo de admitir, pero siempre supe que Ferid me ha querido más que un hermano. Y siempre lo he tenido que rechazar.

—Que yo sepa, no debería molestarte ya que soy mayor de edad —argumenté—. Además, nosotros somos hermanos. Tú lo sabes a la perfección.

—Somos adoptados —contraatacó malhumorado, bordeando mi escritorio a zancadas—. No somos hermanos de sangre —continuó, encaminándose hacia mí.

Traté de ponerme de pie para ser bloqueado con brusquedad por su cuerpo. Ferid me empujó contra el respaldar y en acorraló en el asiento, aferrándose a los brazos de la silla. Su rostro se acercó peligrosamente al mío. Me tensé ante su calculadora mirada y no pude mirarlo fijamente sin sentir un poco de temor.

—¿Hasta cuándo vas a pretender ser un padre correcto? —susurró muy cerca de mi oreja. Podía sentir su aliento, sus labios casi rozándome el lóbulo—. Por más que intentes esconderte dentro de tu religión, bajo el faldón del padre Kimizuki, no puedes esconder quien realmente eres.

—Ferid —lo llamé nervudo—. Basta... —supliqué.

No era cierto.

—No puedes seguir pretendiendo ser alguien que no eres, Mikaela —prosiguió, dejándome ligeros besos sobre mi quijada—. No importa cuántas veces te golpees el pecho, tú y yo sabemos que un hombre religioso no se masturbaría frente a la pantalla.

—¡Ferid, detente! —gruñí, empujándolo sin éxito—. ¡Cállate!

—Te tocaste viendo a dos hombres hacerlo, Mikaela —siseó, paseando sus manos sobre mis muslos—. ¿Por qué no te olvidas de la iglesia y vienes a mí?

—¡Ferid, quítate! —rugí abochornado, pateándolo—. ¡No, no es cierto! ¡Jamás hice algo así!

No podía ser verdad. Ha debido de haber una equivocación. No podría ser ese tipo de persona. Y si lo fuese, debe de ser una total pesadilla. Entre un mar de lágrimas, no pude contener aquella memoria que había borrado hace tantos años. Me sentía hecho un asco. Era una vergüenza. Y Ferid no perdió tiempo en sabotearme más de lo debido. Sintiéndome derrotado, casi al borde del colapso, alguien me lo quitó de encima.

¡Mi dios es un ladrón de dulces!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora