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22: Defensor de la Sal



La misa había sido un éxito. Todos los monaguillos con los que contaba asistieron a la santa reunión con nuestros demás fieles. Luego de escuchar la palabra del Señor, me dispuse a charlar con un par de miembros de la congregación. Usualmente me contaban sus problemas y pecados que los habían afligido en estas últimas semanas. Siempre se me era grato poder escucharlos y saber que confiaban en mí.

En la misma entrada de la iglesia, un grupo de señoras empezó a repartir cupcakes de vainilla con unas banderitas pequeñas, pinchadas en la masa. Me daba la impresión que se trataba de recuerdos comestibles por el bautizo que acababa de tener no hace mucho. Como la congregación era muy unida, todos habían sido invitados, inclusive el molesto de Yuichiro.

Asombrosamente, él me había acompañado desde altas horas de la mañana y se ofreció a ser uno de los monaguillos (sí, no estábamos del todo completo). Y para ser franco, me sorprendió verlo trabajar sin chistar. Siguió mis órdenes al pie de la letra. Puede que darle una oportunidad de hacer las cosas que comúnmente hacemos lo humanos, no fue una mala idea. Además, asumo que habíamos aprendido a convivir de alguna manera.

—¡Mikaela! —pió con euforia al verme desde la otra esquina con un cupcake en mano—. ¡Mira lo que me dio la señora!

Él avanzó entre la multitud, regodeándose con el nuevo dulce adquirido. Y con cada paso que daba, le daba un gran mordisco. Un par de migajas quedaron impregnas en sus cachetes y el relleno estaba en sus labios. Yuu llegó hasta mí y un grupo de personas con las manos vacías.

—No me pongas esa cara —le susurré con severidad—. Si no te lo hubieses comido tan rápido, todavía lo podrías disfrutar.

—¡Pero se supone que está hecho para comerse! —protestó, jaloneándome con ojos suplicantes para que le dé el mío—. Solo dame un poquito.

—¡No es no! —le advertí.

Sin querer, Yuichiro me empujó y el dulce cayó fuera de mis manos, estrellándose en el piso. Quería molestarme con él, pero sería en vano. Su rostro de completa decepción y sufrimiento fue lo suficiente para darme a entender que su corazón se había partido en mil pedazos al ver el asesinato de una de las cosas las deliciosas que había probado en su bendita vida.

Me puso de cuclillas, listo para recogerlo del piso cuando Yuichiro pensó que sería el momento adecuado para embestirme como lo hace casi todos los malditos días. No hay una sola mañana que no me dé un abrazo de oso que me tumba contra el piso.

—¡Al menos hazme cariño! —demandó al frotar su mejilla con la mía—. ¡Dame un besito! Eso me hará sentir mejor.

Sé que Yuichiro estaba jugando y que se esperaba una de mis duras respuestas hasta que él se apartó de mí de golpe. Extrañado del súbito suceso, alcé la mirada y vi a uno de los hombres de nuestra congregación, listo para ponerse agresivo físicamente.

—¡Eres un degenerado, marica! ¡No te acerques al padre! —rugió, sacudiendo a Yuu con todas sus fuerzas—. Eres un asqueroso, maricón.

—¡Oye, detente! —le ordené con firmeza—. ¿Qué crees que haces?

Yuichiro seguía perplejo por lo que estaba pasando. Se notaba que no tenía intenciones de pelear porque obviamente, él sería el ganador. Y aunque tenga una fuerza sobrehumana, no podía creer lo despectivo e irrespetuosos que podían ser ciertas personas. Me encabronaba que se vengan a golpear el pecho todos los domingos y traten al prójimo de esa manera por su preferencia sexual.

—P-pero, padre... Él estaba pidiéndole un beso.

—¿Y eso qué tiene que ver? Él es mi amigo. Puede hacerlo si le da la gana. No hay nada malo en ello —ladré colérico, tomando a Yuichiro del cuello—. Nunca pensé que hubiese gente con una mente tan cerrada entre nosotros.

Sin decir otra palabra más, cogí a Yuu de la muñeca y me lo llevé lejos de ahí. Y al ingresar por el jardín de rosas, él me apretujó la mano y me jaloneó para envolverme en un abrazo.

—Lo que hiciste por mí... Mikaela, yo...

Sus mejillas estaban explotando. Ese vivo tono carmesí solo hizo que las mías adquieran ese color. No podía mirarlo a los ojos. No. Estaría cediendo. Mi corazón también empezaría a latir desenfrenadamente.

—Creo que me estoy enamorado —me confesó.

Mis ojos se agrandaron.

—Yuu, creo que dejé la estufa encendida —repliqué cortante al escabullirme.

A lo lejos, pude escuchar su risueña risa.

¡Mi dios es un ladrón de dulces!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora