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41: Labios de limón




Las flores que habíamos encomendado fueron depositadas en fila india sobre el camino de piedra que daba al jardín. Después de haber excavado los huecos en donde las pondríamos, Yuichiro llegó con la bolsa de abono llena hasta el tope.

—Usa una de las palas para tirar un puñado en cada orificio —le indiqué, recogiendo la manguera—. Cuando termines, me avisas para apoyarte. Iré a traer más limonada.

—¡Ponle un ocho cucharadas a toda la jarra! —exclamó, desde la otra esquina.

Asentí y salí de ahí, teniendo cuidado de no pisar las que recién habíamos plantado. Al final del jardín, tiré la manguera para que no obstruya nuestra labor y me retiré al baño para refrescarme un poco. Después de removerme el molesto sudor del rostro, me encaminé al cuarto auxiliar para preparar la bebida.

No me tomó mucho tiempo terminar con ella en una jarra de plástico con dos vasos de cartón en mano. Me paseé por los pasadizos, disfrutando de la brisa de la tarde hasta que una figura me bloqueó el pase. Me había chocado con el padre Kimizuki, quien se había quedado parado muy cerca del jardín.

—Disculpa —me dijo apenado—. Parece que te he hecho derramar un poco.

—¡No! No lo lamente —repliqué, apoyando la bandeja sobre una de las ventanas del muro—. Solo fue un accidente, padre. ¿Usted se encuentra bien? —examiné cada parte de su traje negro, asegurándome de no haberlo mojado—. Tendré más cuidado de todas formas.

Ambos nos quedamos en silencio, admirando al tonto de Yuichiro verter la mezcla sin dejar de silvar. Los hombros de Kimizuki se alzaron y cayeron de golpe, permitiendo escapar un suspiro.

—Mikaela, ¿tú crees en el destino? —me preguntó, volviéndose hacia mí—. Yo creo que no hay tal cosa como las coincidencias ni los accidentes. Pienso que todo está premeditado. Fríamente calculado por un ser superior.

—Lo que acaba de pasar fue un accidente, padre.

Kimizuki sacudió su cabeza, esbozando una cálida sonrisa. Él se llevó las manos tras la espalda e inició su andar en dirección por donde había venido.

—Pero tu cambio de actitud no lo fue —recalcó—. Tampoco la llegada de aquel muchacho —me indicó con la mirada a Yuichiro—. Todo ha sido planeado y sería muy bonito si lo aceptases.

Arrugué la nariz ante el comentario. No entendía qué quería decir con todo ello. Sabía que el padre era un hombre muy sabio y siempre lo admiré por ello, aunque había ciertas actitudes que se me eran un misterio.

—¿Aceptar qué cosa?

—Mikaela —me volvió a llamar—. No tienes que forzarte a permanecer aquí conmigo en la iglesia. Yo creo que estás destinado a hacer otras cosas más grandes y me has apoyado lo suficiente —prosiguió—. De todas formas, yo ya he vuelto a mi puesto como sacerdote de esta comunidad. Hiciste un gran trabajo, pero creo que es hora de retornar a tu vida... Ya no deberías sentirte solo —agregó al volverse a mí.

—¿Qué quiere decir? ¿Está insinuando que ya no soy bienvenido aquí?

—No. Por supuesto que eres bienvenido aquí —me reafirmó—. Solo que tú y yo sabemos que tú necesitas madurar y crecer como estás bellas flores —señaló el jardín—. Y desde la llegada de tu compañero, ¿no sería muy tonto abandonarlo porque tienes miedo? —inquirió—. Hijo, no todos tienen la suerte de encontrar a alguien que esté dispuesto a cargar con nuestros temores. Sin embargo, no quiere decir que los hundamos a ellos también. Utiliza su energía, su fuerza para superar tus demonios y se libre.

Evité la mirada que me dio, escondiendo mi rostro bajo las sombras. Como era de esperarse, el padre Kimizuki había visto detrás de mi máscara desde el primer día en que nos volvimos a ver. No solo las fotografías funcionaban como evidencia, sino también las palabras de las hermanas y la misma madre. Él me conocía mucho más de lo que yo lo hacía. Con tan solo darme un vistazo, se enteraba de lo que rondaba por mi mente. Y lo más incriminador habrá sido la forma en que veía a Yuichiro durante el trayecto, las veces en que me hizo renegar y las sonrisas que me robó. Puede que también nos haya visto desde la ventana cuando nos tomamos de la mano, nos besamos en la frente o nos abrazamos descaradamente. En el peor de los casos, las miles de veces que lo contemplaba. ¿Notó el brillo de mis ojos? ¿Mis deseos secretos de poder besarlo? ¿Mi viva imaginación de cómo sería salir con él como un par de enamorados? ¿Mi extrema curiosidad de saber cómo se sentía ser amado y protegido? ¿Mi sueño de vivir con un nuevo mejor amigo, confidente y más que no será engañado por la sociedad? Alguien que no pueda abandonarme si así lo quisiese. Un individuo que no pueda morir. Un dios como Yuichiro.

—¿Qué debería hacer? —le pregunté en trance.

—Aprende a vivir —contestó, palpándome la espalda—. Y enseñar a vivir —culminó, posando su mirada sobre Yuichiro—. No parece el tipo de deidad que fuese a negarte la decisión que tomes.

El padre Kimizuki se marchó.

—¡Oye, Mika! —chilló Yuichiro con el lodo hasta la nariz—. ¿Qué haces ahí parado como una de esas estatuas de la entrada?

Yuichiro cruzó el camino y se paró a mi costado, cogiendo la bandeja de limonada con los vasos. Todavía no encontraba la fuerza para moverme. Seguía sorprendido por el desenlace, procesando cada palabra.

—¡Mira, tú! —bufó—. El hielo se ha derretido y no se siente el sabor del limón —gimoteó—. Mejor le pongo más.

—Claro —le dije, sin prestarle mucha atención.

Yuichiro se mantuvo callado, sosteniendo nuestro refresco. Él la depositó en el suelo.

—No tienes que abandonar uno de tus más grandes deseos por mí —susurró, acariciándome la mejilla—. Me muero por tenerte más tiempo a mi lado, pero si tienes esa pasión para servir a tu comunidad, no tienes por qué dejarlo. Prefiero verte sonreír que andar como alma en pena.

—Yuichiro... —alcé la mirada—. Tú... escuchaste la conversación.

Él rió.

—Soy un dios, después de todo —admitió, dando otro paso, acortando nuestra distancia—. Tu dios. Y de nadie más.

Mi espalda terminó contra el muro y Yuichiro llevó sus labios muy cerca de la comisura de los míos. Él me regaló un rápido beso muy cerca de mi boca y cuando se apartó, rozó los suyos con los míos. No quería que me moleste. Quería sentir lo real. Lo cogí del cuello y llevé mi boca muy cerca de la suya para terminar acobardándome cuando nuestras orbes se cruzaron.

—Yuu —lo llamé con la intención que haga lo que no podía terminar de hacer—. Yuichiro.

—Mikaela.

—Yuu —insistí, perdiendo fuerza.

—¡Ay, verdad! La limonada —chilló, agachándose—. Vuelvo en un momento antes de que se derritan todos los hielos.

Y se fue, dejándome con la trompa en el aire. ¿Cuántas veces va arruinando el momento? ¿Por qué no se digna en arrancarme la cara a besos? Yuichiro es el dios más estúpido que he conocido.

Mi espalda resbaló hasta que caí al piso.

Necesito buscar la manera de hacerlo besarme.


¡Mi dios es un ladrón de dulces!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora