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34: Hot Dog



Entre tantas risas y lágrimas provenientes de Lacus, tuve que convencerlos que solo se trataba de una broma. Me tomó varios intentos callar a Yuichiro para que se comportase, en especial cuando se fue de boca a boca con Ferid por las noticias de mi boda ficticia y otra sarta de barbaridades.

—Deseábamos invitarte a una parrillada la próxima semana —me informó mi padre, caminando en dirección a la calle con su llave en manos—. Tu madre quería estrenar la terraza y pensábamos que sería una bonita razón para tener un almuerzo familiar.

—Claro. Estaría encantando de ir —repliqué contento—. ¿Quieren que lleve carne o un vino para compartir?

—Trae lo que desees, no hay problema.

Mi padre llegó hasta su auto y ayudó a los demás a subir. Ferid no se apartó de Yuichiro ni un momento hasta que nos tuvimos que despedir. Lacus solo seguía siendo una bola de risas al igual que mi madre, quien parecía haberse encariñado con las ocurrencias del terrible dios. Al arrancar el carro, mi papá bajó la ventana y me pidió que me acercase.

—Parece que a tu madre le agrada mucho ese tal Yuichiro. ¿Por qué no lo llevas? —susurró—. Puede que Ferid y él necesiten estar más tiempo juntos para que se hagan amigos.

—Lo dudo —bufé—. Estuvieron a punto de reventarse a puñetes, papá.

—Solo pregúntale, ¿quieres? —insistió como de costumbre—. Tienes que ser cordial con tu amigo. Además, tu hermano está muy viejo como para ponerse en plan de crío. Ya se les pasará —agregó relajado—. Siempre ha sido muy sobreprotector y enterarse de golpe que te ibas a casar con un desconocido, lo debe de haber sorprendido.

Si supiese que son por razones completamente diferentes. Me despedí de ellos, viendo el auto doblar una de las esquinas. Repentinamente, su tacto hizo que vuelva a la realidad. Yuichiro recostó su mentón sobre mi hombro, resoplando.

—¿Cómo pudiste decirles eso, Yuu? —gruñí, frotándome la sien—. Pensé que se revolcarían por el césped —proseguí, sintiendo una molesta migraña florecer en lo más profundo de mi cabeza—. No sé qué hubiéramos hecho para separarlos.

—De un chasquido lo hubiese mandado a Neptuno para que su cabeza explote de la presión —confesó, abrazándome—. Tenía una mirada que no me gustó para nada.

—¿Qué clase de mirada?

—Era como si te desease... Y no de forma fraternal.

Después de la misa, Yuichiro y yo nos dirigimos al trabajo para comenzar nuestro turno. No hablamos mucho en el trayecto, ni tampoco durante el almuerzo. En realidad, sabía que él se moría por hablarme y comentarme de lo que hace hasta una mosca, pero me mantuve cortante. Tenía un montón de cosas en la cabeza en donde tenía que priorizar mi retiro de la iglesia. De tan solo recordar que tendría que confesarme ante el padre Kimizuki, me daban ganas de comerme las uñas. No deseaba ni imaginarme lo que me dirá cuando se enterase de la verdadera razón de mi abandono, mucho menos la congregación entera.

—Mi padre te ha invitado a nuestra casa para una parrillada —le avisé, pinchando una lechuga—. No sé si deberíamos llevar vino o un pedazo de carne.

—¿Por qué no llevamos una torta? —preguntó con suma atención y de mejor semblante cuando inicié la conversación en la cena—. ¿Crees que les gustará una de chocolate? A mí me gusta, así que supongo que a ellos también.

Su maldito egocentrismo no ha sido curado. Sigue siendo tan egoísta como siempre.

—Ferid se encargará del postre como de costumbre —repliqué, finalizando mi merienda—. Creo que un par de salchichas no estarían nada mal, ya que Lacus traerá pollo y mis padres tienen bastante carne roja.

—Me gustan las salchichas gruesas.

Me atoré. Golpeé mi pecho, tratando de botar el pedazo de pollo que no logré masticar. Un ligero rubor tiñó mi rostro y seguí tosiendo, nervioso. Yuichiro me ofreció un vaso con agua y me lo tomé al instante. Poco después, retomé la compostura y traté de no pensar en ello.

—¿Desde cuándo te gusta lo salado?

—Las salchichas no son saladas. Son esos tubos de harina con azúcar alrededor —me explicó, dibujando de forma circular en el aire—. A veces tienen manjar a dentro.

—Esos son churros, Yuichiro. Las salchichas son de carne —le corregí.

Él asintió.

—Bueno, ojala me dejes probar la tuya.

—¡Qué! —chillé, sumamente nervudo y avergonzado—. ¿C—cómo que...? Espera, ¿de qué hablas? —balbuceé confundido—. No tenemos salchichas en la refrigeradora. ¿O te refieres a las que vamos a comprar?

Yuichiro solo torció una sucia mueca, sus orbes brillando de picardía contenida.

—¿Quién sabe? —dijo guiñándome sospechosamente.

—Eres un pervertido —resoplé, tirándole la servilleta en la cara.

Me levanté para irme a lavar los dientes y él me siguió, suplicándome perdón. No importa qué cosa haga o me diga, no me veo enojándome con Yuichiro. Ni pidiéndole que se vaya. Su compañía era necesaria en mi vida.

¡Mi dios es un ladrón de dulces!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora