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50: Mikaela, yo y mi otro yo



Los sueños húmedos habían hecho presencia cuando sentí una viscosidad a la primera hora de la mañana. Tiré mi ropa dentro del cesto y me metí a la ducha. Mientras me enjabonaba cada rincón del cuerpo, recordé la forma en que Yuichiro deslizó sus dedos por mi piel y cómo me hizo traspirar la noche anterior. La sensualidad de sus prolongados besos, la forma en que lamia mi cuello y succionaba mi quijada. Aunque seguía preocupado por el cambio de actitud, no podía dejar de tocarme ante su imagen. No lo había hecho en largos años, pero después de todo lo ocurrido, ni debería ser uno de mis mayores problemas.

Mi mano terminó sobre mi longitud, frotándola a mi antojo. Mis movimientos comenzaron lentos, enfocándose en la cabeza para luego bajar hasta la base para luego acelerar a medida que iba tomando ritmo. El agua tibia ayudaba con la lubricación, haciendo que lo haga con más fuerza. Mi respiración se hizo más profunda y mantuve la boca abierta, tratando de calmar los gemidos que tenía en la garganta. Mi saliva se unió con mis fluidos cuando logré finalizar.

—Yuichiro... —susurré exhausto, aliviado de la tensión que me perseguía.

—¿Qué sucede?

Me quedé petrificado. Seguidamente, escuché la cadena del baño y una ola de agua fría impactó contra mí espalda, mandándome a chillar.

—¡YUICHIRO! —rugí, abriendo la cortina parcialmente—. ¡NO ENTRES AL PUTO BAÑO CUANDO ME ESTOY DUCHANDO!

—Te estabas demorando y no aguantaba —gimoteó Yuichiro, escapándose de inmediato cuando le tiré el frasco de acondicionador. Ésta impactó contra la puerta.

En breve, sentí un carmesí pintando mis mejillas. El muy hijo de su madre de seguro me había escuchado jalándomela. Me quería morir en el acto.

Luego de una merecida ducha, me arreglé el traje para ir a trabajar. No contaba que pegaría otro grito cuando me vi en el espejo. Tenía chupetones por todo el cuello hasta la quijada. Vivaces puntos rojizos que recorrían mi piel hasta mi ombligo. Ni siquiera contaba con maquillaje para poder cubrírmelos. Y esa misma tarde, tendría que dar una misa. Si alguien me ve, pensará que soy un degenerado.

—¿Puedo coger las galletas que trajo Ferid?

Una cabecita azabache apareció, dejando la puerta entreabierta. Sus ojos se agrandaron al verme y su curioso semblante se transformó en uno de aberración total. La puerta chocó contra la pared de porrazo y Yuichiro se llevó ambas manos a la cadera. Marchó hacia mí con la nariz arrugada.

—Mikaela, creo que no tomaste en serio mis palabras cuando le dije a tus padres que cuidaría de ti. También les dije que nos íbamos a casar y que jugaríamos a las espaditas cuando estés listo. Me parece una falta de respeto que permitas que otros individuos te anden dejando marcas. ¿Acaso tengo que dejar la mía sobre ti?

Me froté los ojos sin poder creer lo que estaba sucediendo. Era indignante.

—¿Qué? ¿Por qué me miras así? Yo debería ser el enojado aquí —prosiguió, cruzándose de brazos—. Ni siquiera te he besado. Ni una sola vez y me tienes que hacer esto —murmuró, cabizbajo. Hizo un puchero y sus ojitos se llenaron de lágrimas—. ¿Mi espadita es muy chiquita? ¿Es eso? ¿O es que he engordado por comer tanto postre?

No sabía qué demonios decirle. Enmudecí por completo.

—P-pero tú... Ayer, nosotros... —balbuceé, pasando saliva—. ¿No te acuerdas de lo que pasó ayer?

—¡Solo vimos una película y de ahí nos fuimos a dormir! A menos que tú hayas salido a escondidas y... ¡Y te hayas besuqueando con otros! —berreó con más fuerza, sus mocos colgando—. Tal vez debería regresar a Neptuno y seguir llorando a mares ahí. Solito.

—¡No! —repliqué al instante.

Si quería jalarme de los pelos, ahora quería ahorcarme. No entendía cómo rayos Yuichiro no recordaba nuestro encuentro anterior. Solo nos besamos, nos acariciamos. Súbitamente, Yuichiro se cayó como un poste a mis pies y terminó roncando. Y ahora no recuerda nada. Él no toma, no se droga, ni nada por el estilo. ¿Cómo es posible que no tenga memoria de todo eso? Además, es la segunda vez que nos besamos. ¡Nada tiene sentido! Sin embargo, sentí un aura muy diferente. Era como si se tratase de otra persona. No del todo Yuichiro. El Yuichiro que conozco para ser preciso.

—Me iré a Neptuno si has encontrado a un dios mejor que yo, Mikaela. Mi corazón no podría soportarlo —continuó lloriqueando.

—N-no son marcas de besos, Yuichiro. Son... son mordidas de mosquitos —mentí, agachándome para envolverlo en un abrazo—. No llores, por favor. Tampoco quiero que te vayas a Neptuno.

—¿De verdad? ¿Lo dices en serio?

Sus ojos verdes no tenían aquellas pupilas que me atemorizaban. No había rastro de la presencia de ayer en la noche. No lo entendía.

—De verdad —aseguré, besando su frente.

—Mikaela —me llamó, acurrucándose.

Nos quedamos en silencio, disfrutando de nuestra compañía en el mismo piso del baño hasta que su llanto cesó.

—Yuichiro... —comencé con cautela—. ¿Recuerdas el día que nos fuimos de campamento? ¿Sabes qué sucedió?

Él alzó la mirada y volvió a tildar su cabeza con ese brillo en sus ojos que denotaba su infantil curiosidad.

—¿Cuándo nos fuimos de campamento?

Tranquilízate, Mikaela. No entres en pánico. No lo atiborres de preguntas. No pegues un grito en el cielo.

—¿Por qué tu corazón está latiendo con más fuerza? —inquirió Yuichiro.

Ignoré su pregunta y proseguí:

—¿No recuerdas una cueva? ¿Un accidente? ¿Algo?

—No. Supongo que Octubre se pasó muy rápido porque tengo vagos recuerdos de una que otra cosa...

—¿Nada?

Yuichiro sacudió su cabeza. No era posible que su mente sea del tamaño de un pollo. En mi desesperación, lo cogí del cuello de su polo y junté nuestros labios. El beso fue uno muy tímido y rápido. Me estaba comenzando a arrepentir ni bien nos separamos. Al despegarnos, Yuichiro parpadeó intensamente y se quedó con la sonrisa más estúpida que he presenciado. A continuación, esa inocente mirada se cayó como una máscara y aquellas pupilas aparecieron como por arte de magia.

—¿Tan temprano y ya me tienes que estar tentando, Miki? —bufó, cogiéndome del cuello—. Si tanto quieres que me quede, ¿por qué no te desnudas y comienzas a jalarte el ganso como lo hiciste hace un rato?

—Y-yuichiro...

Dejé de respirar.

—A menos que quieras que yo te lo jale y te abra el orto como pavo de Navidad —ofreció, ampliando su sonrisa. Con brusquedad, me jaloneo hasta que nuestras narices chocaron—. No soy tan permisivo como mi otro yo, ni tan inocente. Tampoco me gusta compartir. Así que te voy advirtiendo, si lo eliges a él, te dejaré más marcas para hacerle entender a quién le perteneces, mi querido postre con patas.

—¡Qué! ¿Q-qué rayos? Si no eres Yuichiro, ¿quién diantres eres?

Yuichiro solo se carcajeó y me envolvió en otro demandante beso.

¡Mi dios es un ladrón de dulces!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora