No se detuvo ni un sólo momento, tan sólo reducía la velocidad cuando quería asegurarse de que yo estaba bien. Y una vez le decía que sí, volvía a subir ligeramente la velocidad, e incluso la intensidad.
Traté de contener mis gemidos porque pasaba de que el idiota éste me oyera hacer ese tipo de ruidos. Porque no eran gracias a él. Por supuesto que no. La madre naturaleza, esa gran hija de pu** que decidió poner el punto G masculino en el trasero, es la que me obliga a soltar semejantes sonidos.
A veces la sensación que podía captar era tan... digamos, insoportable, que necesitaba torcer el cuerpo y darle la espalda a Hijikata.Pero no es tan permisivo.
Por supuesto que no.
Sigue siendo un capullo.
¿Que por qué?
Porque el estúpido éste me lo impedía. Cada vez que intentaba escabullirme de tenerlo encima y enfrente de mí, me empujaba del hombro para asegurarse de que me mantenía debajo y enfrente suyo.
—¿Qué intentas hacer, Gin? —preguntó malicioso—. Si yo debo pasar esta humillación, entonces tú también. Tú me ves a mí, y yo te veo a ti. Estamos en igualdad de condiciones.
—Estaríamos en igualdad de condiciones si no fuera yo a quién están profanando el trasero.
—Estamos en igualdad de condiciones porque esa profanación está compensada con el dinero que te estoy dando por esto —replicó con toda seguridad.
—Eres un capullo, ¿lo sabías?
—Sí, sí... Yo también te quiero, Gin.
—Ojalá te mueras ahogado con esa basura de mayonesa —murmuré molesto.
—Preferiría ahogarme en tus besos y caricias —contestó burlón, acariciando mis labios con sus dedos.
—Tan sólo muérete de una vez —insistí, apartando su mano de mi cara.
Volvió a reír y dejó pasar la conversación. Continuó con lo que había estado haciendo hasta entonces, moviéndose cada vez de forma más brusca y pegándose aún más a mí. Lo suficiente como para tener su estúpida cara, casi apoyada en mi hombro, a dos centímetros de la mía; e incluso siendo capaz de notar sus exhalaciones de aire sumamente caliente.
Desgraciadamente, yo estaba igual que él.
Vaya mierda.
Madre naturaleza, deberías morir tú también. Y pronto.
Era evidente que ninguno de los dos iba a poder seguir así durante mucho tiempo, pero estoy seguro de que él, igual que yo, se negaba rotundamente a admitir algo así.
Al fin y al cabo, el que acabara primero, iba a ser el rey de los humillados.
Y él quería que ese fuera yo.
Y yo, por supuesto, quería que fuera él.
Me importa un reverendo rábano si mis testí***** explotan por tratar de aguantar lo máximo posible y no puedo volver a usar mi, ejem, grande y afilada "espada" en mi puñetera vida.
Me niego a ser el primero.