Capítulo 1

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Sentado, como siempre lo estaba, me hallaba en mi habitación, una triste, pobre y obscura habitación, cuya única iluminación era entonces la luz eminente de la pantalla de mi laptop y el tenue, azul y frío brillo lunar filtrado por la ventana.

Decidí salir de allí, para dirigirme a la cocina, tenía sed, por mucho que quisiera mantenerme encerrado, dejar de ver la cara de todos; incluyendo la de la persona que inesperadamente encontré allí: mi hermana mayor.

Le resté importancia, tomé entonces un vaso de agua y lo bebí, silente; para luego de lavarlo, volver a ponerlo en su lugar e intentar salir de allí.

— Buenas noches — dijo con sarcasmo, al parecer se había sentido ignorada.

¿Debo responder?... Si no lo hago será peor.

De alguna manera percibía sus sentimientos de odio hacia mí, si la ignoraba... Sería un riesgo que prefería evitar. No, no sólo evitarla era un riesgo; ella era un riesgo.

— Buenas noches — contesté, seco.

Mi hermana, una mujer siete años mayor que yo, poseedora de ojos miel y cabello castaño ondulado que le quedaba por debajo de la cintura, sí, muy bonita aparentemente. Siempre creí que la tonalidad almíbar de estos solo era una dulce máscara para disfrazar el mal que yacía en su interior. Ella era alta y esbelta, pero a pesar de que su apariencia fuera hermosa, en el interior era un monstruo.

Además, la mayor característica que la distinguía era su fuerte y cambiante carácter, era inescrupulosa en muchas ocasiones y eso no hacía más que acrecentar el vacío, en donde se suponía que debería estar mi autoestima; ella era la primera persona en herirla, en todo momento, desde siempre.

Jamás entendí la razón por la cual cambiaba tan rápido y tan fuerte de un estado anímico a otro, sin necesidad de provocarla, ni nada como eso.

Aunque, en mi caso era similar, pero no, yo no era fuerte.

Un parapléjico no puede ser fuerte.

Encaminé mi silla de ruedas nuevamente a mi poco-acogedor recinto. Volví a acomodarme, no sin previamente cerrar la puerta, que me separaba del frívolo exterior, frente a la pantalla.

No tenía sueño, casi nunca dormía bien de hecho, así que como era mi costumbre, vería videos de atletismo... carreras —irónico para mí, quien no podía moverse de una estúpida silla de ruedas, ¿verdad?—.

"El corredor número 68 va en tercer lugar, al parecer quiere tomar la delantera, el 45 trata de rebasarlo, el 13 toma impulso dejando al 68 en cuarto lugar, no, ya va por el tercero de nuevo, segundo, está luchando con el 26 por el primer lugar, toma aire, al parecer dará todas sus fuerzas, sus piernas dan largas zancadas, faltan 7,5 metros para la meta, el 68 toma la delantera, continúa corriendo... el 68 cruza la meta en primer lugar..."

Al ver eso siempre lloraba, me sentía impotente porque yo nunca iba a volver a correr, estar en una silla de ruedas sin duda alguna fue lo peor que pudo pasar en mi vida.

Mi destino consiste en maldecirme como "discapacitado". Lindo y dulce destino nótese el sarcasmo .

Al buscar algo con qué limpiar mi nariz, pasé por el frente de la puerta de madera del armario, que tenía un pequeño espejo, en donde a pesar de la escasa iluminación, pude verme. Tan terrible como siempre. Pensé, al ver las enormes y oscurecidas ojeras bajo mis cuencas, unas cuencas portadoras de globos oculares de brillo apagado, cuyas escleróticas se hallaban —por el llanto— enrojecidas, por eso, agradecía que mi descuidado cabello se encargara de cubrir uno de esos castaños orbes, la piel, fatal... tan pálido y muerto... llorando aún peor, la ridiculez ascendía, qué horror. Y es que ninguna parte de mi anatomía era buena, mis piernas también eran ridículas, no porque no tuviera o porque fueran tan flacas como un palillo, como las que podrías encontrar en los más comunes casos de paraplejía, sino porque no servían, no iban a servir jamás, ni aunque con el alma lo desease.

AnquilosisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora