51. «Dime que sí»

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Existen cosas que nos gusta quedarnos para nosotros y que no queremos contar al resto. La verdad es que puede tratarse de lo que sea; algún sentimiento, algo que hemos hecho —que estamos por hacer—, hay muchísimos ejemplos. Y aunque no todos ellos son malos, la mayoría preferimos no tener que experimentar el momento en que todo aquello que guardamos en nuestro interior salga a la luz; no sabemos cómo reaccionarían los demás, o las consecuencias que esto podría traer. Muchos creemos que no nos tocará ese momento, y, por lo tanto, nunca nos preparamos para eso. Como ahora mismo sucede conmigo, que no sé qué hacer ni qué decir, tan sólo me quedo de pie.

Siento que se me hunde el estómago tan pronto como su mirada de perplejidad cae sobre mí. La sangre abandona mi rostro y, durante un momento, mi cuerpo se congela. Sus ojos van del frasco a mí, pero no dice nada. Me invaden unas ganas terribles de hacer desaparecer aquella bolsa. Sin embargo, no me muevo ni un centímetro. Es como si mi cuerpo no respondiese a mis órdenes. La habitación está sumergida en un silencio absoluto, que me hace sospechar que los latidos de mi corazón pueden ser oídos no sólo por mí.

Es como si todo a mi alrededor se derrumbase y me dejase vulnerable y a la vista de cualquiera. El calor que sube a mis mejillas me confirma que la sangre ha vuelto a circular por mi cara, aunque aún mantengo la misma expresión: ojos bien abiertos, boca cerrada. En cuanto recupero la movilidad, mi mano se lanza hacia adelante, agarrando el frasquito y lanzándolo a la cama, lejos de Rogers. Lo ha visto, ¿lo sabe ya? Si no, ¿cuánto tardará en darse cuenta?

La espera a que diga o haga algo está carcomiendo todo rastro de tranquilidad existente en mí. ¿Qué hará? ¿Qué podría decir? Con lentitud y sutilidad, muevo ambos brazos detrás de mi espalda. He comenzado a sentir que tiemblo, y él no puede ver eso. Me rehúso a dejarle ver cualquier otra cosa que me ocurra. Está claro que mis asuntos no están a salvo con él por aquí cerca.

—¿Estás enferma? —murmura.

Sin debatirlo mucho tiempo, hago caso omiso de su pregunta.

Entonces, toma mi brazos con delicadeza para que le preste atención. Hago un esfuerzo por mantenerme serena en todo momento, con la esperanza de que todo este asunto le parezca poco importante. Lo miro, derrotada, y el vuelve a preguntar.

—Háblame, Maddie, ¿estás enferma? —Percibo un tono de angustia en su voz, pero nada de lo que haga evitará que sienta esta invasión en mí.

—Son... —Tomo aire—. Vitaminas.

Una vez que las palabras dejan mi boca, éstas parecen haberle insultado, pues se mofa y me mira ofendido. Acerca su cuerpo un paso más y baja la cabeza, teniéndome acorralada contra la puerta. En ningún momento paro de observarle, atenta a cualquier movimiento que pueda realizar. Quise abofetearme ante mi respuesta; no se me ha podido ocurrir nada mejor. Sin embargo, es lo que he dicho, y ahora debo aferrarme a mi historia.

—No me mientas —me pide con seriedad—. Nadie reacciona así si se trata de «sólo vitaminas».

Me quedo en silencio, lo cual le resulta exasperante.

—Maddie, ¿no serás...? —Lo miro con sorpresa y sacudo la cabeza para cortarlo. Ni siquiera sé cómo ha llegado a aquella conclusión.

—Oh, Dios, ¡no! —me apresuro a contestar—. ¿En serio eso es lo que piensas sobre mí?

Él decide no responder esta vez. De todas las cosas..., de todas las razones que pudieran haber, ¿dedujo esa? ¿Que soy una adicta? Me ha afectado un poco, aun sin quererlo. No le había dado motivo alguno para que pensara en una cosa como esa. Mientras más vueltas le doy al asunto, más incómoda me comienzo a sentir. De hecho, lo aparto para que me suelte los brazos, su tacto, en este instante, me causa toda sensación negativa.

Being There For You | Capitán AméricaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora